Etiqueta: gremio

  • Batalla naval catalán-castellano en el puerto de Barcelona con importante uso de artillería

    Cuéntase que desde una casa de [los arcos de los Encantes] presenció el rey de Aragón D. Pedro el Ceremonioso el combate naval que en Junio de 1359 se trabó en el mismo puerto de Barcelona entre las armadas catalana y castellana.

    Ardía en 1359 la guerra entre los dos Pedros, el de Castilla llamado el Cruel y el de Aragón conocido por el Ceremonioso, más vulgarmente por el del Punyalet ó sea el del puñal, y que bien pudiera serlo también por el Cruel, quizá con más propiedad que el castellano. El domingo 9 de Junio del citado año púsose el rey Don Pedro de Castilla á la vista de Barcelona con una escuadra numerosa é imponente. Hallábanse sólo en el puerto de nuestra ciudad 10 galeras bien armadas y algunas naves, entre las cuales descollaba una de gran porte, mandadas por los generales Bernardo de Cabrera, conde de Osuna, y Hugo, vizconde de Cardona.

    Al divisar el rey de Aragón la escuadra enemiga, mandó poner en buen orden la suya, disponiendo que la citada nave de gran porte se situase dentre de las Tascas, delante del convento de San Francisco de Asís; se extendiesen en línea las restantes desde este punto hasta el sitio frontero á la calle del Regomir, y se montasen cuatro máquinas llamadas brigolas de dos cajas para defender desde tierra las embarcaciones. Armóse también al momento toda la ciudad, dividiéndose la gente en compañías según sus oficios y gremios, enarbolando cada una su bandera respectiva, y entraron en la plaza, procedentes del Vallés, otras muchas compañías de ballesteros capitaneadas por renombrados caballeros.

    Si se ha de dar crédito al cronista castellano López de Ayala, por la noche los marineros de nuestra escuadra echaron muchas anclas en el mar delante de la línea de batalla, para que cuando los buques enemigos intentaran acometer, se enclavaran y detuvieran en ellas; celada que descubrió á los de Castilla un esclavo que estaba en Barcelona y se pasó al enemigo. No obstante esto, á la mañana siguiente las naves castellanas pasaron las Tasca, y trabáronse de combate con las nuestras. Empeñada fué la lucha y heróicos esfuerzos se hicieron por los nuestros, que, como con gallarda frase dijo Zurita, más temían la afrenta de no vencer que el peligro de ser vencidos.

    Duró el combate hasta el anochecer, en que la escuadra castellana tuvo que retirarse vencida, contribuyendo mucho al triunfo los ballesteros de Barcelona y del Vallés que cubrían lo largo de la playa, causando con su certera puntería grande estrago entre sus enemigos. También contribuyó mucho á decidir la victoria en favor de los barceloneses una bombarda puesta en el castillo de proa de la nave más grande. Sus disparos, que fueron, sin duda ninguna, la primera aplicación de la artillería á la marina, hicieron tanto estrago en una de las naves del rey de Castilla, que le llevaron los castillos y el árbol, hiriendo mucha gente con dos solos tiros que disparó.

    La armada castellana se retiró vencida y perseguida por la nuestra.

  • Relajación de las ordenanzas del gremio de los maestros de esgrima

    1510. El rey Don Fernando aprobó en 18 de Mayo de 1510, unas ordenanzas propuestas por el gremio de los maestros de esgrima de la ciudad de Barcelona, formado bajo la invocacion de San Jorge, y representado por el maestro Gaspar de Rueda, el procurador y el sindico. Pedian entre otras cosas, se les permitiese admitir en la cofradia á todo el que quisiese ingresar en ella; porque siendo pocos los maestros de esgrima no podia sostenerse.-=Se establecian reglas para el nombramiento de los que habian de regirla y para el exámen de los que solicitasen enseñar el arte.=Que los maestros pudiesen llevar siempre armas, á pesar de las disposiciones generales en contrario; y que como á veces en la enseñanza y juego de los aficionados solian darse golpes que podian causar muerte, no se imputase homicidio, porque no habia propósito ni pensamiento de matar. Esta ordenanza fué confirmada por el rey Don Felipe en 13 de Julio de 1599.

  • Imprimidas las Concordie Apothecariorum Barchinone

    En el Renacimiento, la farmacia afronta el problema de redactar textos oficiales y obligatorios para un territorio, con el fin de elegir, entre las diversas versiones incluidas en los recetarios, la fórmula y el modo de composición que deben seguir los boticarios… Según los territorios para los que se aprobaron, participaron en su redacción sólo los médicos o los médicos y los boticarios…

    La primera farmacopea impresa en Europa fue el Ricettario fiorentino (Florencia, 1498), redactada por los médicos a petición de los boticarios. En España, la primera es la Concordia barchinonensium, para la ciudad de Barcelona, que es la primera y española, y la segunda de Europa, aunque no fuera obligatoria para una ciudad-estado como Florencia, sino para un territorio diferenciado, en el que era oficial. Se editó en 1511, 1535 y 1587. En Zaragoza se editó la Concordia aromatariorum civitatis Cesaraguste, en 1546 y 1553. En la ciudad de Valencia se imprimió la Officina medicamentorum, en 1601, reeditada en 1698. En Cataluña, una vez agotadas las tres ediciones de la Concordia, se redactó la Pharmacopea cathalana sive antidotarium barcinonense (Barcelona, 1686), escrita por Juan de Alós, protomédico del Principado, que hizo las veces de farmacopea al no disponer los boticarios de las anteriores, agotadas.

  • Juana la Loca y Carlos I ratifican los estatutos del gremio de pintores

    Los reyes D.ª Juana y su hijo D. Cárlos I espiden en esta ciudad la cédula de aprobacion de los estatutos del gremio de pintores, para el aumento y perfeccion del arte. Las primeras ordenanzas de este gremio datan de 1296, las segundas de 1301, las terceras de 1446; y Felipe II con fecha de 15 de octubre de 1596 aprobó las que le fueron presentadas con motivo de la ereccion de la cofradía de S. Lucas, patron del gremio segun los referidos estatutos de 1519.

  • La primera bandera de Santa Eulalia se parece a las que usaban los gremios

    Por razon del ruidoso suceso que dió lugar la ciudad de Tortosa, prohibiendo y oponiéndose á que pasase por dicha ciudad el Conceller en Cap de Barcelona M. Galceran de Navel, con gramalla y maceros con masas altas; el Concejo de Ciento mandó levantar la Bandera santa Eulalia (esta es la primera vez que viene nombrada Bandera de santa Eulalia segun el libro 4.º del Ceremonial), como efectivamente tuvo lugar el dia 6; la bandera está dibujada de forma grande como las que comunmente acostumbraban usar las Cofradías de los gremios, en el centro de dicha bandera hay un escudo con las armas de la ciudad (Diet. n.º 20).

  • El real y supremo consejo de Castilla aprueba las ordenanzas del Gremio de Maestros Zapateros, castigando el intrusismo y el establecimiento de cadenas de tiendas

    […]

    ORDENANZA X.

    Ordenamos: que ninguno que no sea Individuo de dicho Gremio de Maestros Zapateros, podrá tener tienda, operatorio, taller ó fabrica alguna de zapatos, botas, botines, ni otra qualesquiera especie de calzado, aunque no sea cosido, y muy menos que pueda venderlo en la referida Ciudad de Barcelona, sus suburbios y territorio, baxo la pena de ser comisado el calzado, y de veinte y cinco libras, aplicaderas una tercera parte á nuestras penas de Camara, otra para el denunciador, y otra para los gastos del Gremio.

    ORDENANZA XI.

    Ordenamos: que los Individuos que son y serán de dicho Gremio no podrán tener en la expresada Ciudad, y su territorio mas de una tienda abierta para fabricar todo genero de calzados, y para venderlos por mayor, y por menor, asi nuevos, como usados, y vender toda especie de cuero, y quedará privado de poder prestar el nombre á otro, porque cada uno de dichos Individuos deberá regir y gobernar su tienda por sí mismo, baxo la pena de veinte y cinco libras, aplicaderas segun se expresa en la Ordenanza decima.

    […]

  • Ofensiva contra el fraude fiscal

    Edicto para que todos los dueños de casas franqueen la entrada á las mismas á los Arquitectos Comisionados para la tasacion impuesta.

    Dirigiéndose las intenciones del Gobierno á aliviar á este vecindario arreglando las contribuciones á lo mas justo y equitativo; y habiéndose adoptado al intento por la Junta un nuevo Plan conforme á los deseos de la mayor parte de contribuyentes, para cuya realizacion se ha reconocido preciso se practique antes el examen de los Cuerpos, vulgo Cosos, comprehendidos en todas las casas y huertas de esta Ciudad, ha mandado aquella á los individuos del gremio de Arquitectos y Albañiles de la misma pasen a verificar dicho examen, tomando sus medidas y demas conocimientos necesarios, á cuyo fin se previene al Público que se franquee con toda libertad el que dichos individuos puedan obrar en conseqüencia para que después de sus preliminares operaciones pueda procederse por la expresada Junta á la verificacion de dicho Plan aliviador, dirigido al efecto de que con objeto visible se pueda practicar para el próximo mes de Junio el cupo de la imposicion, evitándose la arbitrariedad en lo posible, y que repartiéndose en mayor número de contribuyentes se minoren los cupos; lo que se avisa al Público de órden del Señor Presidente de Policía, esperando de su amor al orden y bien de los contribuyentes que mirará esta resolucion con la estimacion y sentimientos que le son naturales. Barcelona 22 de Abril de 1809.

    Firmado = R. Casanova, Comisario General y Presidente de Policía. = J. Barreau, Secretario general.

  • Fiesta de San Antonio Abad, Tres Tombs

    El 17 de enero, dia de San Antonio Abad, se hace la bendición de animales; concurren á ella los gremios de carreteros y demás, vestidos con la mayor ostentación y precedidos de sus banderas y músicas para dar tres vueltas por las calles alrededor de la Iglesia del Santo, á que llaman vulgarmente los tres toms; llevan colgados del brazo ó del arzón de la silla de sus caballos enormes roscas llamadas tortells de una esquisita pasta, de que se hace particularmente en este dia, y en el de S. Pablo que es el 25 del mismo mes, un abundante consumo por toda la Ciudad.

  • Tres Tombs

    17 January

    Los PP. de las Escuelas Pias celebran la fiesta de san Antonio Abad, santo tutelar de su iglesia, con oficio solemne, música y sermon, y por la tarde el rosario, concluyendo la funcion con los gozos del santo.

    Por la mañana hay bendicion de animales, por consiguiente la concurrencia en las inmediaciones de la iglesia es muy numerosa, y hay motivo para que se hagan corrales en fábricas, talleres y escuelas. Desde el caballo del opulento hasta el jumentillo de la terreta, para todos es la fiesta, pero todos aguantando el peso de un ginete: digan despues para quién es el asueto de este dia!…. Enjaezados ó sin enjaezar, encintados (no hay equívoco) ó en pelo, todos van á recibir la bendicion que desde el pórtico de la iglesia les echa un padre cuando pasan por delante de ella las tres veces de costumbre. Esto es lo que se llama en el pais donar los tres toms.

    La carrera que suelen seguir los que los dan, es la siguiente: calle de San Anton, subida á la muralla de tierra, calles de la Cera y Botella, Padró, vuelta á la calle de San Anton, y se repite lo mismo hasta tres veces.

    En otros tiempos cuando los gremios no eran un inconveniente para el adelanto de los distintos ramos de industria, el de los arrieros y el de alquiladores de mulas iban precedidos de sus respectivos pendones á dar los tres toms, montando sendos caballos soberbiamente enjaezados y acompañándolos una ó dos bandas de música. Se dirigian en seguida á la habitacion del capitan general y á la del gobernador de la plaza, y en frente de ellas tocaban las músicas algunas piezas escogidas. En el dia han caido en desuso los gremios porque diz que son unas trabas, por consiguiente se reunen algunos arrieros amigos, escotan cierta cantidad entre ellos, y se incorporan del pendon que fue del gremio, y tambien montados en buenos caballos bien enjaezados, van en comitiva del mismo modo que antiguamente lo hacian los agremiados, á dar los tres toms, dando despues un paseo por varias calles de la ciudad. Es de notar que el pendonista lleva colgada del brazo una enorme rosca de vizcocho, de las que en este dia suelen confeccionarse con notable celebridad en la modesta pero nunca bien ponderada panadería de San Jaime. Los trages de los que componen la comitiva pueden competir con los mejores que se usan en los bailes del buen tono, salvo que en lugar del frac visten elegantes chaquetas. Los ricos pañuelos de seda descuidadamente metidos en las faltriqueras lucen al par que los de batista bordados y guarnecidos de blonda, que llevan en la mano el pendonista y cordonistas.

    Siguen á esta comitiva el chalan y el gitano y el carromatero luciendo cada cual las prendas de su corazon, quien vestido con buen trage, quien despilfarrado; pero todos con la mayor buena fe van á buscar la bendicion para su jaco, para su buen tiro de mulas manchegas ó para su pobre rucio.

    Por la noche los arrieros que se han asociado para la funcion de la mañana, suelen contribuir para dar un baile en algun salon. En este baile como en todos los de ese género se nota el prurito de abandonar los trages característicos del pais invadiendo el terreno de la clase media, de esta clase que como el rio que engruesa con la avenida de los torrentes que en él desaguan, va tomando cuerpo asi con los altos que bajan como con los bajos que suben. Esta es la época actual.

    San Anto, San Anton la bendiga.

  • Fiesta de San Telmo en San Miguel del Puerto

    La ciudad de Barcelona, asi por su posicion en la costa, como por la riqueza de su suelo y por el genio emprendedor de sus hijos, parece que desde su fundacion estuvo destinada á ser mercantil y navegante. Conociéronlo asi ya en remotos siglos sus habitantes, y por esto navegaron desde muy antiguo, hicierno atrevidas empresas por los mares cuando otras naciones de Europa ni aun habian pensado en surcarlos, dictaron el primer código de comercio conocido, levantaron la primera carta geográfica plana, enviaron cónsules por toda el Asia, el Africa y la Europa; en la edad media rivalizaron con las famosas repúblicas marítimas de Italia, salieron en esa época innumerables escuadras de su puerto, y desde él se arrojaron á lejanas y difíciles conquistas. Esas flotas llevaron el nombre catalan y aragonés a Sicilia, Italia, Africa, Grecia y Turqúia; y con honor y gloria enarbolaron en esos paises las baras de Cataluña. Posteriormente pasando el estrecho de Gibraltar, surcaron todos los mares de América, y aun hoy entre todos los puertos de España, el de Barcelona es el que sostiene un comercio mas estenso y productivo con las Américas, y aquel de donde salen mas buques para aportar en el Nuevo Mundo.

    A tal aficion á las empresas marítimas y mercantiles vino á unirse el espíritu religioso, y los marinos barceloneses aclamaron por su patron á san Pedro Gonzalez Telmo, conocido comunmente por san Telmo, cuya fiesta celebra hoy la Iglesia. Erigida en Barcelona con el nombre de gremio de mareantes la cofradía ó hermandad de los marineros que se dedican á las faenas de carga y descarga, que acuden al ausilio de los buques en tiempos borascosos, y que reservando en caja una parte de los beneficios que el trabajo les produce, socorren á los marineros viejos é inválidos, y á las viudas desvalidas; los prohombres del gremio construyeron un altar á su patron en la iglesia de religiosas de santa Clara, y en él se celebró el dia 14 de abril de cada año una solemne fiesta al santo hasta época muy reciente, en que los trastornos políticos dieron ocasion á que se cerrara aquella iglesia

    Desde entonces celebróse la fiesta en la iglesia de S. Miguel del puerto en Barceloneta; y aunque el templo de santa Clara ha vuelto á abrirse, no se ha restaurado la antigua costumbre, y los marinos continúan festejando á su abogado en la iglesia de Barceloneta. Es de advertir que si san Telmo viene en día de trabajo, hasta el inmediato domingo no se celebra su fiesta, que consiste en un oficio á media orquesta. Antiguamente la solemnidad era mucho mayor, asistían á los oficios los directores y prohombres del gremio, y este hacia otras demostraciones de alegría; mas hoy todo eso ha perdido mucho mas de la mitad de su antiguo lucimiento.

  • Domingo de Ramos

    Domingo de Ramos.

    «Y un número grande de gente cuando supieron que Jesus venia á Jerusalen, tomaron ramos de palmas y salieron á recibirle, y dijeron gritando: Hossanna, bendito él que viene en nombre del Señor. Y vinieron las gentes á recibir á Jesus, porque habian oido que él habia llamado á Lázaro del sepulcro.»

    Esta es la festividad del dia, y segun el rito de la iglesia católica, se verifica la bendicion de palmas y ramos en las iglesias, á las nueve de la mañana. En aquella hora invade los templos una turba multa de chiquillos, provista de sendos ramos, de manera que la casa del Señor se convierte en un bosque de laureles, campeando en él algunas palmas ; pero es tal el golpear de los ramos en el suelo, tales las riñas y peleas que arman entre sí, tal la gritería y confusion, que el templo mas parece un mercado que casa de oracion. Las palmas guarnecidas de dulces, que tantos afanes han costado á las madrinas y á las mamás, son descompuestas en pocos momentos, y no falta pillete para dar una mano á aquellas golosinas, con notable desconsuelo de su dueñecito, y descompasado decir de la doncella que le acompaña y cuya responsabilidad se halla comprometida.

    Hecha la bendicion, los chiquillos andan por las calles cargados con sus ramos, y vuelven á armar sus peleas en las plazas; pero al medio dia se ven ya colocados, no menos que las palmas, en las azoteas, ventanas y balcones, gracias á la general creencia de que estos ramos preservan las habitaciones de rayos y centellas.

    Por la tarde la real é Iltre. cofradía de los Servitas, celebra una procesion como la que hemos mencionado y puede leerse en el domingo de Pasion. Sin embargo asisten á la de hoy varios pasos que representan los principales misterios de nuestra redencion, los cuales estan á cargo de diferentes cofradías y montes-pios, y de antiguos gremios.

  • Octava del Corpus

    Octava del Corpus

    Jueves

    SS. CORPUS CHRISTI.

    Qué campo mas vasto se ofrece á la vista del escritor de costumbres en esta festividad! Mucho tiene que recorrer, muchos puntos que examinar y sobre todo mucho que decir. Asi corra nuestra pluma con la misma rapidez que nuestra vista, que no va poco del decir al ver, por mas que les parezca á muchos una misma cosa. ¡Las procesiones del Corpus! ahí es un grano de anís! La carrera de la procesion, el formar quizá parte de esta, la inauguracion de las costumbres veraniegas, son tres cosas que deben ocuparnos y que merecen cada cual un artículo separado. Empezarémos dando
    una idea de las costumbres del primer dia de la octava.

    Es jueves y es fiesta de precepto. La Iglesia celebra este dia con toda solemnidad. Es preciso asistir á la funcion de la catedral, y si para ello, lector querido, se te antoja entrar por una de las puertas del claustro, serás espectador de una escena tan estravagante como curiosa.

    La fuente de S. Jorge situada debajo de la glorieta del claustro, la hallarás engalanada con mil flores de retama y algunos claveles. Una red de mallas de bramante formando un canastillo y guarnecido de cerezas rodea el surtidor, y sostenida por el chorrito que forma, la cascara entera de un huevo, y al rededor de la verja que cierra la fuente, un enjambre de chiquillos divirtiéndose con el sube y baja del huevo, y esperando el momento en que perdiendo el equilibrio se cae en la red, cuya forma cónica le obliga á colocarse otra vez sobre el surtidor que vuelve de nuevo á elevarle. Un grito agudo entre lúgubre y alegre sucede á este lance, que repitiéndose á menudo , produce una algarabía que
    no cesa en toda la mañana. ¿Qué alusion puede darse á esta costumbre? ¿Cuál es su origen? Es cosa, lector curioso, que no sabemos decirte, y si consignamos aqui esta costumbre, no es mas que para que no te quedes tocando el violon cuando oigas decir en este pais que per Corpus balla l’ou.

    Despues del oficio solemne debieran celebrarse las procesiones, pero en esta ciudad como en todo el antiguo reino de Aragon se celebran por la tarde, lo que contribuye muy mucho á la animacion que reina en el público, que libre ya de los ardientes rayos del sol, goza á la luz del crepúsculo del hermoso aspecto que presentan las calles de la carrera.

    Sin embargo no debemos pasar en silencio que en la colegiata y parroquia de santa Ana se celebra la procesion por la mañana; y aunque solo da la vuelta al patio que circuye la iglesia, sin embargo llama la atencion de muchas gentes, y es causa del bullicio que reina al mediodía en la calle contigua.

    A las cinco de la tarde la tropa de la guarnicion se halla ya cubriendo la carrera; la afluencia de gentes en ella es mucha, y los lances á que da lugar no son para callados. Ahí los endilgamos.


    La carrera de las procesiones

    Si tienes la fortuna, lector amigo, de ser todavía jóven ó de tener el mismo buen humor que si lo fueras, al oir las 5 de cualquiera tarde de las de la octava del Corpus, ponte la levita, encasquétate el sombrero, dale el brazo á un amigo de tu humor ó de tus años, y échate á recorrer las calles de la carrera y á sufrir los estrujones que en medio de sus oleadas te dará de tiempo en tiempo el pueblo ciudadano. No creas que en la carrera de la procesion falte con que divertirte. Las angostas calles de Barcelona estan en tales días angostísimas, merced á los asientos que se ponen en las aceras para comodidad de los que quieran sentarse, é incomodidad de los que caminan. Allí aparecen los tablones de los carpinteros, salen á relucir las sillas que por la mañana se alquilan en las iglesias, los taburetes de las tiendas, los bancos de las tabernas y las tablas de esas antiguas camas pintadas de azul y verde con su faja blanca, restos de la moda del siglo pasado. En cada tienda se forma un anfiteatro con su gradería que va subiendo hácia el techo á medida que se aleja de la puerta, y que es ocupado por las muchachas y por los hombres, aunque nó indistintamente. En primer término aparecen los chiquillos y las niñas que se divierten arrojando flores de retama al rostro las muchachas de á doce años, y tras ellas las jóvenes casaderas, de las cuales se traspapela alguna entre las niñas, no sé si para cuidarlas, ó para ponerse mas á tiro de los mozalbetes que pasean la calle. Allá en lontananza se dejan ver las madres y una que otra vieja que representa la autoridad veladora, y hácia el rincon de la tienda se descubre el rostro de los varones, cuya cabeza asoma entre hombro y hombro de aquellas
    venerables matronas. El tendero oficioso y ojialegre procura colocar á los convidados en el sitio mas á propósito y sobre todo mas visible, y anda afanado poniendo tablas y tablas, é invitando á entrar á cuantos conocidos pasan por la calle, se rie, da caramelos y retama á los niños, acomoda á las viejas, y sin perjuicio da conversacion á los hombres que hablan de política, y de pagas si son empleados, ó de contribuciones si tienen que pagarlas. La señora tendera tambien da sus puntadas en eso de distribuir á los convidados, nó segun el local, sino con arreglo al número de los que es preciso acomodar, quepan ó no quepan; y en los paréntesis de este tragin, corre á la cocina para que la muchacha vaya deshaciendo el chocolate, y renovando el agua del cubo donde se refresca la limonada ó la orchata que confeccionó la misma mano de la señora tendera, la cual va tan emperegilada y recompuesta como el dia en que satisfizo con el himeneo las legítimas ansias del ciudadano tendero. Pasar la procesion por casa es un acontecimiento célebre; el dia en que eso sucede es un dia notable, se piensa en el con un mes de anticipacion, se discute en conferencia matrimonial á quién se convidará, se delibera acerca del refresco y de la variedad de bebidas, ó de si será eso del azucarillo con un vaso de agua antes del chocolate, cual si para tomar chocolate fuese preciso llenarse el estómago de agua. Y aun suele haber acaloramiento en esas discusiones, porque la esposa quiere gastar mucho, y el marido nada, so pretesto de los tiempos, cual si en el mundo hubiese habido algun tiempo en que fuese cosa buena dar un refresco.

    Sigues, lector amigo, la carrera, y á cada paso te convidan con un asiento por dos ó tres cuartos, en cuyo asiento has de aguardar una hora, haciendo rostro á los empujones de la multitud de barbiponientes que mirando á los balcones andan de medio lado pisándote y cayéndose casi encima de tu cuerpo. Allí podrás tomar asiento al lado de una vieja que te habla de las procesiones de tiempos pasados, ó puedes elegirlo cerca de la jóven en donde has de aguantar la porrada de los que pasando le echan una flor, y acaso se rien de tí comparando tu rostro con el de la niña que tienes al lado. Por todas partes chiquillos que gritan, otros que se meten entre las piernas de los paseantes, acá se pelean dos mugeres por un asiento, allí riñen veinte de ellas con un hombre que quiere pasar hácia una bocacalle obstruida por los bancos, atraviesa y grita el valenciano del agua de limon, acá se levanta en alto una silla, luego cruza por delante de tu cara una tabla que ha de ser colocada en la acera de enfrente, todos gritan, las gentes se llaman sin verse, y entre tanto cae retama, y por retaguardia empujan á los que siguen la carrera porque llegan los gigantones, y todo es ruido y apretura.

    En la carrera de las procesiones se ve el plantel femenino que ha de sustituir á las mugeres de ogaño, y esto da lugar á reflexiones acerca de si degenera ó nó la especie humana. El barbilindo citado ya por la esquisita pasa por la calle, levanta los ojos y vuelve á pasar, recogiendo una mirada descendida desde un primer piso, ó tal vez una hoja de retama soltada como de casualidad para que venga á caer sobre el sombrero. En fin los soldados de caballería andan ya tan cerca que no es posible aguantar en la calle, y al que no tomó asiento no le queda mas recurso que apretarse en la bocacalle
    ó colarse en una tienda.

    Aqui termina la carrera, y comienza lo que te dirá, lector mio, el artículo siguiente.


    Procesion del dia del Corpus.

    En otros tiempos cuando estaban organizados los gremios, se veian desde por la mañana sus estandartes ó guiones desplegados colgando de su asta puesta horizontalmente en la ventana ó balcon de la casa de los respectivos mayorales ó prohombres. En aquella época que, por haberla
    alcanzado nosotros, no podemos menos de recordar consignando la costumbre en el Añalejo, era cosa de ir á la catedral á las cinco de la tarde del dia del Corpus á presenciar el arreglo de la procesion. A los pies de la iglesia los concejales obreros segun el ceremonial, llamaban por el órden señalado la bandera de de cada uno de los infinitos gremios que en esta ciudad se hallaban establecidos, y no pareciendo á la tercera vez que era llamada, se conminaba al gremio con una multa. Era cosa de ver los trages que vestían algunos de los que formaban el acompañamiento de estos enormes estandartes:
    fraques prestados, corbatas colosales, y sobre todo el mosqueador (ventall) de paja, guarnecido de baldés plateado con flores de seda deshilacliada. En el dia ha desaparecido todo este aparato, asi como la costumbre de querer vestir un trage que mal sentaba con las maneras y aire de
    que lo vestia; porque en el día ¿ quién no ha contraido ya las maneras y el aire para vestir un frac ó una levita? ¿y quién no cuenta ya el frac y la levita entre las prendas de su vestuario?

    No nos ocuparémos del ceremonial antiguo donde figuraban tantos gremios y tantas comunidades religiosas; dejemos á aquellos tiempos lo que tuvieron de verdad, y ocupémonos de lo que vemos en los nuestros. Tampoco queremos relatar aqui el órden con que va dispuesta la procesion, porque no nos incumbe, al paso que fuera redundancia, pues dueño es el lector de examinarlo por sí mismo, y está demasiado á la vista para que llamemos la atencion sobre el particular. Baste decir que la procesion que celebra la Sta. iglesia catedral es tan distinta de las que se celebran durante la octava, que no fuera razon tomarla por tipo de las demás.

    Sale la procesion á las 5 de la tarde precedida de los gigantones y timbaleros, abriéndose paso por entre el gentío que ocupa las calles de la carrera, y dominando aquel bullicio se oye la voz de la que vende flores de retama, y la del chiquillo que vende mosqueadores de carton y caña: los vecinos colocan colgaduras en los balcones y ventanas. Llega la procesion: á las cruces de las parroquias
    y de algunos conventos, siguen las comunidades de presbíteros entonando con toda solemnidad el himno con que se saluda la hostia consagrada. Los fuertes de la plaza anuncian con el estruendo de los cañones que el Santísimo ha salido del templo. Levanta el concurso un confuso rumor que bien puede traducirse por un respeto religioso: las voces de mando de los gefes del ejército se dejan oír entre aquel bullicio. — ¡Rindan! au:—las bandas de tambores y las músicas militares rompen la marcha real: descubierta la cabeza rinde el soldado las armas y mira impasible las enseñas, que en ningun tiempo sufre ver abatidas, desplegadas á los pies del Santo de los santos que aparece con todo el esplendor de su grandeza entre nubes de oloroso incienso. Dobla el pueblo la rodilla para adorarle; y si la mal llamada despreocupacion de nuestros tiempos induce á algun espíritu altivo á no inclinar su cabeza, la indiferencia misma del público no deja de ser un castigo el mas significativo de su irreverencia, Los individuos del cuerpo municipal llevan las varas del palio, y cierran la procesion
    las autoridades locales. Cuando el Santísimo llega á la vista de algun punto militar, y cuando entra de
    nuevo en el templo, le saludan los fuertes con las salvas de ordenanza.

    La tropa desfila y vuelve á sus cuarteles: ningun lance ha obligado á la autoridad á hacer uso de las medidas que tiene dispuestas para prevenirlo, la carrera queda despejada, y el piso de las calles sembrado de flores de retama, que con el continuado pisoteo exhalan muchas veces un olor nada agradable. Las casas de la carrera se ven iluminadas; sus dueños ofrecen bebidas y refrescos á la concurrencia. Una polca, un rigodon, un valz improvisados despues de un sorbete, el brillo de las luces, el calor de la estacion, son cosas capaces de hacer salir los colores al rostro de color mas quebrado,
    y de empaparlo en sudor como se empapa en agua el azucarillo que se toma para suavizar la sequedad
    de la garganta.

    Los que no asisten á alguna de estas reuniones pasan lo restante de la noche en la rambla de capuchinos, sitio destinado para el paseo nocturno de verano, que se inaugura en el dia de hoy, y que ofrecemos bosquejar mas adelante y en lugar mas á propósito; pues por ahora deben llamar nuestra atencion las costumbres propias de la octava del Corpus. Si esta festividad es muy alta y el calor aprieta, quizás empieza el paseo algunos dias antes; pero esto es de hecho, porque de derecho le pertenece al dia del Corpus su inauguracion con toda la solemnidad, lujo y estrujones consiguientes.


    Procesiones de la octava del Corpus.

    Estas procesiones tienen un carácter enteramente distinto del de la que celebra la Sta. iglesia catedral, como hemos dicho en el artículo anterior. Ni son los gremios los que asisten, ni todas las comunidades se reunen para celebrarlas, ni la tropa de la guarnicion cubre la carrera, ni se encarga el cuerpo municipal del palio. Los gigantones es lo único que no sufre alteracion; y en estas como en la primera procesion abren la marcha las trampas, es decir los timbaleros, (véase el artículo
    de la víspera del corpus ) que no hacen mas que cambiar de color; y en estas procesiones mas que en la primera se ven atacados por los tiros de flores de retama de los traviesos chiquillos que invaden los bancos de la carrera. La guarnicion solo da una guardia de honor para acompañar al santísimo Sacramento, los obreros de la parroquia encargan el palio á algunos parroquianos de mas nota, y en union con el cura párroco y con el objeto de hacer mas lucida la procesion, ofrecen un pendoncito á un colegio ó á un hijo del concejal parroquiano, y el pendon principal á alguna de las autoridades
    civiles ó militares, ó al gefe de algun cuerpo de la guarnicion.

    La obligacion de los favorecidos es la de convidar á sus amigos, teniendo en cuenta que es mengua que el acompañamiento no corresponda á la categoría del pendonista. Desde luego es preciso que busque una música militar que le acompañe, y contribuya con un repertorio de piezas escogidas al mayor lucimiento de la procesion. Para el convite no es preciso devanarse los sesos, pues es sabido el formulario de las targetas:

    F. N. caballero etc. etc… nombrado pendonista para la procesion t….. espera le acompañe U en ella; con lo cual, á mas de hacerle un particular favor, contribuirá al mayor lucimiento de tan religioso acto.

    Sr. D.

    Búscanse luego los dos que deben llevar los cordones: otro compromiso. Se consulta, y se halla al cabo un medio de quedar bien con todos los que pudieran tomar á desaire el menor olvido. Se vencen dificultades y se ha llamado á un repostero para que confeccione el refresco.

    Resúmen.

    Esquelas de convite,
    Música militar,
    Compromisos,
    Refresco,
    Incomodidad,

    suman 8000 quebraderos de cabeza que solo pueden tolerarse en gracia de tan religioso acto.

    Esto por lo que hace al favorecido por los obreros y párroco, que en cuanto al jóven de buen tono favorecido por el pendonista debe procurarse tres ó cuatro hachas de cera; y si no es militar y en consecuencia no tiene asistente, ó siendo paisano no tiene criado, debe buscarlo y hacer que se vista con la correspondiente decencia. Debe ir á la procesion bien peinado y mejor dispuesto, con la mano de la acera apoyada en la parte posterior de la cintura, y con la opuesta llevar el hachon, que debe quebrar por el medio y hacer que se corra lo mas que sea posible, y debe cambiar de hacha á cada momento, y gastar la media docena que el criado lleva.

    Otro tipo se halla en las procesiones, y es el que toma el buen tono por la parte mas dulce, y embrazando su bien acepillado sombrero, lleva la copa llena de caramelos que distribuye á discrecion entre los amigos y conocidos, y amigas y conocidas que baila al paso. Este tipo tiene algunas modificaciones, y no pocas veces se viene á la procesion sin sombrero, y entonces lleva la provision de dulces en un pañuelo que cuelga del brazo. No tiene criado y por esto no lo lleva, y lo mas que hace es hacer que le siga el aprendiz de su taller. Tampoco se jacta de pródigo haciendo correr el hacha, pero habla con todos los que miran la procesion en los bancos, chamusca la cola á todos los perros que pasan, y permite á algunos pílletes que vayan sorteando los movimientos que al andar se da al hachon, á fin de recoger la cera que en el pábilo se derrite.

    Una particularidad ofrecen estas procesiones, y son los niños ó niñas de 6 á 10 años que asisten á ellas vestidos de san Miguel, san Juan, santa Magdalena, y sobre todo de santa Filomena. El san Juan va seguido de un corderito bien encintadito (y no somos escrupulosos, que por tal lo tomamos aunque sea carnero). Á todos estos chiquillos los acompañan unos mozuelos de á 16 años, que al fin de la carrera tiene que cargar con el santo y la peana.

    La procesion ha regresado á su iglesia. Las calles de la carrera quedan como hemos descrito en el artículo anterior. En las casas de los particulares se sirven refrigerios segun la posibilidad de su dueño, y se improvisan bailes al son del piano, y cuando no , hay el recurso de Barcelona: dar unas vueltas por la Rambla.

    Falta ahora dar al forastero noticia exacta del número de procesiones que se celebran en esta ciudad, y de sus particularidades. Las procesiones salen á las 6 de la tarde inmediatamente despues de haber reservado en la catedral. Hemos hecho especial mencion de las que se celebran el jueves, y con ellas debe suponerse que encabezamos la lista.

  • Barcelona, la París de España: la Rambla, la catedral, los gremios, la Barceloneta, la sociedad, los teatros, una corrida de toros, moros y cristianos, el cementerio de Pueblo Nuevo, las bullangas, la playa de Pekín y sus pescadores y gitanos

    Early in the morning I was awoke by music; a regiment of soldiers, stretching far and wide, were marching towards La Rambla. I was soon down [dormía en la Fonda del Oriente], and in the long promenade which divides the town into two parts from Puerta del Mar, from the terraced walk along the harbour, to Puerta Isabel Segunda, beyond which the station for Pamplona lies. It was not the hour for promenading, it was the early business time. There were people from the town and people from the country, hurrying along; clerks and shopkeepers’ assistants on foot, peasants on their mules; light carts empty, wagons and omnibuses; noise and clamour, cracking of whips, tinkling of the bells and brass ornaments which adorned the horses and the mules; all mingling, crying, making a noise together: it was evident that one was in a large town. Handsome, glittering cafes stood invitingly there, and the tables outside of them were already all filled. Smart barbers’ shops, with their doors standing wide open, were placed side by side with the cafes; in them soaping, shaving, and hairdressing were going on. Wooden booths with oranges, pumpkins, and melons, projected a little farther out on the foot-paths here, where now a house, now a church wall, was hung with farthing pictures, stories of robbers, songs and stanzas, ‘published this year.’ There was much to be seen. Where was I to begin, and where to end, on Rambla, the Boulevard of Barcelona?

    When, last year, I first visited Turin, I perceived that I was in the Paris of Italy; here it struck me that Barcelona is the Paris of Spain. There is quite a French air about the place. One of the nearest narrow side streets was crowded with people, there were no end of shops in it, with various goods—cloaks, mantillas, fans, brightcoloured ribands, alluring to the eyes and attracting purchasers; there I wandered about wherever chance led me. As I pursued my way, I found the side and back streets still more narrow, the houses apparently more adverse to light; windows did not seem in request; the walls were thick, and there were awnings over the courts. I now reached a small square; a trumpet was sounding, and people were crowding together. Some jugglers, equipped in knitted vests, with party-coloured swimming small-clothes, and carrying with them the implements of their profession, were preparing to exhibit on a carpet spread over the pavement, for they seemed to wish to avoid the middle of the street. A little darkeyed child, a mignon of the Spanish land, danced and played the tambourine, let itself be tumbled head over heels, and made a kind of lump of, by its half-naked papa. In order to see better what was going on, I had ascended a few steps of the entrance to an old dwelling, with a single large window in the Moorish style; two horse-shoe-formed arches were supported by slender marble pillars; behind me was a door half-open. I looked in, and saw a great geranium hedge growing round a dry dusty fountain. An enormous vine shaded one half the place, which seemed deserted and left to decay; the wooden shutters hung as if ready to fall from the one hinge which supported each in their loose frames: within, all appeared as if nothing dwelt there but bats in the twilight gloom.

    I proceeded farther on, and entered a street, still narrow, and swarming with still more people than those I had already traversed. It was a street that led to a church. Here, hid away among high houses, stands the Cathedral of Barcelona: without any effect, without any magnificence, it might easily be passed by unheeded; as, like many remarkable personages, one requires to have one’s attention drawn to them in order to observe them. The crowd pressed on me, and carried me through the little gate into the open arcade, which, with some others, formed the approaches to the cathedral, and enclosed a grove of orange-trees, planted where once had stood a mosque. Even now water was splashing in the large marble basins, wherein the Musselmen used to wash their faces before and after prayers.

    The little bronze statue here, of a knight on horseback, is charming; it stands alone on a metal reed out in the basin, and the water sparkles behind and before the horse. Close by, gold fishes are swimming among juicy aquatic plants; and behind high gratings, geese are also floating about. I ought perhaps to have said swans, but one must stick to the truth, if one wishes to be original as a writer of travels.

    The horseman of the fountain, and the living geese, were not much in accordance with devotion; but there was a great deal that was ecclesiastical to outweigh these non-church adjuncts to the place. Before the altars in the portico, people were kneeling devoutly; and from the church’s large open door issued the perfume of incense, the sound of the organ, and the choral chant, I passed under the lofty-vaulted roof; here were earnestness and grandeur: but God’s sun could not penetrate through the painted windows; and a deep twilight, increased by the smoke of the incense, brooded therein, and my thoughts of the Almighty felt depressed and weighed down. I longed for the open court outside the cathedral, where heaven was the roof—where the sunbeams played among the orange-trees, and on the murmuring water; without, where pious persons prayed on bended knees. There the organ’s sweet, full tones, bore my thoughts to the Lord of all. This was my first visit to a Spanish church.

    On leaving the cathedral, I proceeded through narrow streets to one extremely confined, but resplendent with gold and silver. In Barcelona, and in many Spanish towns, the arrangement prevalent in the middle ages still exists, namely, that the different trades—such as shoemakers, workers in metal, for instance—had their own respective streets, where alone their goods were sold. I went into the goldsmiths’ street; it was filled with shops glittering with gold and splendid ornaments.

    In another street they were pulling down a large, very high house. The stone staircase hung suspended by the side of the wall, through several stories, and a wide well with strange-looking rings protruded betwixt the rubbish and the stones; it had been the abode of the principal inquisitor, who now no longer held his sway. The inquisition has long since vanished here, as now-a-days have the monks, whose monasteries are deserted.

    From the open square, where stand the queen’s palace and the pretty buildings with porticos, you pass to the terrace promenade along the harbour. The view here is grand and extensive. You see the ancient MONS JOVIS; the eye can follow the golden zigzag stripe of road to the Fort Monjuich, that stands out so proudly, hewn from and raised on the rock: you behold the open sea, the numerous ships in the harbour, the entire suburb, Barcelonetta, and the crowds in all directions.

    The streets are at right angles, long, and have but poor-looking low houses. Booths with articles of clothing, counters with eatables, people pushing and scrambling around them; carriers’ carts, droskies, and mules crowded together; half-grown boys smoking their cigars, workmen, sailors, peasants, and all manner of townsfolk, mingled here in dust and sunshine. It is impossible to avoid the crowd; but, if you like, you can have a refreshing bath, for the bathing-houses lie on the beach close by.

    Though the weather and the water were still warm, they were already beginning to take down the large wooden shed, and there only now remained a sort of screening wooden enclosure, a boarding down from the road; and it was therefore necessary to wade through the deep sand before reaching the water, with its rolling waves, and obtaining a bath. But bow salt, how refreshing it was! You emerged from it as if renewed in youth, and you come with a young man’s appetite to the hotel, where an abundant and excellent repast awaits you. One might have thought that the worthy host had determined to prove that it was a very untruthful assertion, that in Spain they were not adepts at good cookery.

    Early in the evening we repaired to the fashionable promenade—the Rambla. It was filled with gay company: the gentlemen had their hair befrizzled and becurled; they were vastly elegant, and all puffing their cigars. One of them, who had an eye-glass stuck in his eye, looked as if he had been cut out of a Paris ‘Journal des Modes.’ Most of the ladies wore the very becoming Spanish mantilla, the long black lace veil hanging over the comb down to the shoulders; their delicate hands agitating with a peculiar grace the dark spangled fans. Some few ladies sported French hats and shawls. People were sitting on both sides of the promenade in rows on the stone seats, and chairs under the trees; they sat out in the very streets with tables placed before them, outside of the cafes. Every place was filled, within and without.

    In no country have I seen such splendid cafes as in Spain; cafes so beautifully and tastefully decorated. One of the prettiest, situated in the Rambla, which my friends and I daily visited, was lighted by several hundred gas lamps. The tastefully-painted roof was supported by slender, graceful pillars; and the walls were covered with good paintings and handsome mirrors, each worth about a thousand rigsdalers. Immediately under the roof ran galleries, which led to small apartments and billiard-rooms; over the garden, which was adorned with fountains and beautiful flowers, an awning was spread during the day, but removed in the evening, so that the clear blue skies could be seen. It was often impossible, without or within, above or below, to find an unoccupied table; the places were constantly taken. People of the most opposite classes were to be seen here—elegant ladies and gentlemen, military of the higher and lower grades, peasants in velvet and embroidered mantles thrown loosely over their arms. I saw a man of the lower ranks enter the cafe with four little girls. They gazed with curiosity, almost with awe, at the splendour and magnificence around them. A visit to the cafe was, doubtless, as great an event to them as it is to many children for the first time to go to a theatre. Notwithstanding the lively conversation going on among the crowd, the noise was never stunning, and one could hear a solitary voice accompanied by a guitar. In all the larger Spanish cafes, there sits, the whole evening, a man with a guitar, playing one piece of music after the other, but no one seems to notice him; it is like a sound which belongs to the extensive machinery. The Rambla became more and more thronged; the excessively long street became transformed into a crowded festival-saloon.

    The usual social meetings at each other’s houses in family life, are not known here. Acquaintances are formed on the promenades on fine evenings; people come to the Rambla to sit together, to speak to each other, to be pleased with each other; to agree to meet again the following evening. Intimacies commence; the young people make assignations; but until their betrothals are announced, they do not visit at each other’s houses. Upon the Rambla the young man thus finds his future wife.

    The first day in Barcelona was most agreeable, and full of variety; the following days not less so. There was so much new to be seen—so much that was peculiarly Spanish, notwithstanding that French influence was perceptible, in a place so near the borders.

    During my stay at Barcelona, its two largest theatres, Principal and Del Liceo, were closed. They were both situated in Rambla. The theatre Del Liceo is said to be the largest in all Spain. I saw it by daylight. The stage is immensely wide and high. I arrived just during the rehearsal of an operetta with high-sounding, noisy music; the pupils and chorus-singers of the theatre intended to give the piece in the evening at one of the theatres in the suburbs.

    The places for the audience are roomy and tasteful, the boxes rich in gilding, and each has its ante-room, furnished with sofas and chairs covered with velvet. In the front of the stage is the director’s box, from which hidden telegraphic wires carry orders to the stage, to the prompter, to the various departments. In the vestibule in front of the handsome marble staircase stands a bust of the queen. The public green-room surpasses in splendour all that Paris can boast of in that portion of the house. From the roof of the balcony of the theatre there is a magnificent view of Barcelona and the wide expanse of sea.

    An Italian company were performing at the Teatro del Circo; but there, as in most of the Spanish theatres, nothing was given but translations from French. Scribe’s name stood most frequently on the play-bills. I also saw a long, tedious melodrama, ‘The Dog of the Castle.’

    The owner of the castle is killed during the revolution; his son is driven forth, after having become an idiot from a violent blow on the head. Instinct leads him to his home, but none of its former inmates are there; the very watch-dog was killed: the house is empty, and he who is its rightful owner, now creeps into it, unwitting of its being his own. In vain his high and distinguished relatives have sought for him. He knows nothing of all this; he does not know that a paper, which from habit he instinctively conceals in his breast, could procure for him the whole domain. An adventurer, who had originally been a hair-dresser, comes to the neighbourhood, meets the unfortunate idiot, reads his paper, and buys it from him for a clean, new five-franc note. This person goes now to the castle as its heir; he, however, does not please the young girl, who, of the same distinguished family, was destined to be his bride, and he also betrays his ignorance of everything in his pretended paternal home. The poor idiot, on the contrary, as soon as he sets his foot within the walls of the castle, is overwhelmed with reminiscences; he remembers from his childhood every toy he used to play with; the Chinese mandarins he takes up, and makes them nod their heads as in days gone by; also he knows, and can show them, where his father’s small sword was kept; he alone was aware of its hidingplace. The truth became apparent; protected by the chamber-maid, he is restored to his rights, but not to his intellects.

    The part of the idiot was admirably well acted; nearly too naturally—there was so much truthfulness in the delineation that it was almost painful to sit it out. The piece was well got up, and calculated to make ladies and children quite nervous.

    The performances ended with a translation of the well-known Vaudeville, ‘A Gentleman and a Lady.’

    The most popular entertainments in Spain, which seem to be liked by all classes, are bull-fights; every tolerably large town, therefore, has its Plaza de Toros. I believe the largest is at Valencia. For nine months in the year these entertainments are the standing amusements of every Sunday. We were to go the following Sunday at Barcelona to see a bull-fight; there were only to be two young bulls, and not a grand genuine fight: however, we were told it would give us an idea of these spectacles.

    The distant Plaza de Toros was reached, either by omnibus or a hired street carriage taken on the Rambla; the Plaza itself was a large, circular stone building, not far from the railroad to Gerona. The extensive arena within is covered with sand, and around it is raised a wooden wall about three ells in height, behind which is a long, open space, for standing spectators. If the bull chooses to spring over the barrier to them, they have no outlet or means of exit, and are obliged to jump down into the arena; and when the bull springs down again, they must mount, as best they can, to their old places. Higher above this open corridor, and behind it, is, extending all round the amphitheatre, a stone gallery for the public, and above it again are a couple of wooden galleries fitted up in boxes, with benches or chairs. We took up our position below, in order to see the manners of the commoner class. The sun was shining over half the arena, spangled fans were waving and glittering, and looked like birds flapping their bright winga. The building could contain about fifteen thousand persons. There were not so many present on this occasion, but it was well filled.

    We had been previously told of the freedom and licence which pervaded this place, and warned not to attract observation by our dress, else we might be made the butts of the people’s rough humour, which might prompt them to shout, ‘Away with your smart gloves! Away with your white city-hat!’ followed by sundry witticisms. They would not brook the least delay; the noise increased, the people’s will was omnipotent, and hats and gloves had to be taken off, whether agreeable to the wearers or not.

    The sound of the music was fearful and deafening at the moment we entered; people were roaring and screaming; it was like a boisterous carnival. The gentlemen threw flour over each other in the corners, and pelted each other with pieces of sausages; here flew oranges, there a glove or an old hat, all amidst merry uproar, in -which the ladies took a part. The glittering fans, the gaily-embroidered mantles, and the bright rays of the sun, confused the eyes, as the noise confused the ears; one felt oneself in a perfect maelstrom of vivacity.

    Now the trumpet’s blast sounded a fanfare, one of the gates to the arena was opened, and the bull-fight cavalcade entered. First rode two men in black garments, with large white shirt fronts, and staffs in their hands. They were followed, upon old meagre-looking horses, by four Picadores, well stuffed in the whole of the lower parts, that they might not sustain any injury when the bull rushed upon them. They each carried a lance with which to defend themselves; but notwithstanding their stuffing, they were always very helpless if they fell from their horses. Then came half a score Banderilleros, young, handsome, stage-clad youths, equipped in velvet and gold. After them appeared, in silken attire, glittering in gold and silver—Espada; his blood-red cloak he carried thrown over his arm, the well-tempered sword, with which he was to give the animal its death-thrust, he held in his hand. The procession was closed by four mules, adorned with plumes of feathers, brass plates, gay tassels, and tinkling bells, which were, to the sound of music, at full gallop, to drag the slaughtered bull and the dead horses out of the arena.

    The cavalcade went round the entire circle, and stopped before the balcony where the highest magistrate sat. One of the two darkly clad riders—I believe they were called Alguazils—rode forward and asked permission to commence the entertainment; the key which opened the door to the stable where the bull was confined was then cast down to him. Immediately under a portion of the theatre appropriated to spectators, the poor bulls had been locked up, and had passed the night and the whole morning without food or drink. They had been brought from the hills fastened to two trained tame bulls, and led into the town; they came willingly, poor animals! to kill or be killed in the arena. To-day, however, no bloody work was to be performed by them; they had been rendered incapable of being dangerous, for their horns had been muffled. Only two were destined to fall under the stabs of the Espada; to-day, as has been mentioned, was only a sort of sham fight, in which the real actors in such scenes had no strong interest, therefore it commenced with a comic representation—a battle between the Moors and the Spaniards, in which, of course, the former played the ridiculous part, the Spaniards the brave and stout-hearted.

    A bull was let in: its horns were so bound that it could not kill any one; the worst it could do was to break a man’s ribs. There were flights and springing aside, fun and laughter. Now came on the bull-fight. A very young bull rushed in, then it suddenly stood still in the field of battle. The glaring sunbeams, the moving crowd, dazzled its eyes; the wild uproar, the trumpet’s blasts, and the shrill music, came upon it so unexpectedly, that it probably thought, like Jeppe when he awoke in the Baroness’s bed, ‘What can this be! What can this be!’ But it did not begin to weep like Jeppe; it plunged its horns into the sand, its backbones showing its strength, and the sand was whirled up in eddies into the air, but that was all it did. The bull seemed dismayed by all the noise and bustle, and only anxious to get away. In vain the Banderilleros teased it with their red cloaks; in vain the Picadores brandished their lances. These they hardly dared use before the animal had attacked them; this is to be seen at the more perilous bull-fights, of which we shall, by-and-bye, have more to say, in which the bull can toss the horse and the rider so that they shall fall together, and then the Banderilleros must take care to drive the furious animal to another part of the arena, until the horse and its rider have had time to arise to another conflict. One eye of the horse is bound up; this is done that it may not have a full view of its adversary, and become frightened. At the first encounter the bull often drives his pointed horn into the horse so that the entrails begin to well out; they are pushed in again; the gash is sewed up, and the same animal can, after the lapse of a few minutes, carry his rider. On this occasion, however, the bull was not willing to fight, and a thousand voices cried, ‘El ferro!’

    The Banderilleros came with large arrows, ornamented with waving ribands, and squibs; and when the bull rushed upon them, they sprang aside, and with equal grace and agility they contrived to plunge each arrow into the neck of the animal: the squib exploded, the arrow buzzed, the poor bull became half mad, and in vain shook its head and its neck, the blood flowed from its wounds. Then came Espada to give the death-blow, but on an appointed place in the neck was the weapon only to enter. It was several times either aimed at a wrong place, or the thrust was given too lightly, and the bull ran about with the sword sticking in its neck; another thrust followed, and blood flowed from the animal’s mouth; the public hissed the awkward Espada. At length the weapon entered into the vulnerable spot; and in an instant the bull sank on the ground, and lay there like a clod, while a loud ‘viva’ rang from a thousand voices, mingling with the sound of the trumpets and the kettle-drums. The mules with their bells, their plumes of feathers, and their flags, galloped furiously round the arena, dragging the slaughtered animal after them; the blood it had shed was concealed by fresh sand; and a new bull, about as young as the first, was ushered in, after having been on its entrance excited and provoked by a thrust from a sharp iron spike. This fresh bull was, at the commencement of the affray, more bold than the former one, but it also soon became terrified. The spectators demanded that fire should be used against him, the squib arrows were then shot into his neck, and after a short battle he fell beneath the Espada’s sword.

    ‘Do not look upon this as a real Spanish bull-fight,’ said our neighbours to us; ‘this is mere child’s play, mere fun!’ And with fun the whole affair ended. The public were allowed, as many as pleased, to spring over the barriers into the arena; old people and young people took a part in this amusement; two bulls with horns well wrapped round, were let in. There was a rushing and springing about; even the bulls joined the public in vaulting over the first barrier among the spectators who still remained there; and there were roars of laughter, shouts and loud hurrahs, until the Empressario the manager of that day’s bull-fight, found that there was enough of this kind of sport, and introduced the two tame bulls, who were immediately followed by the two others back to their stalls. Not a single horse had been killed, blood had only flowed from two bulls; that was considered nothing, but we had 6een all the usual proceedings, and witnessed how the excitement of the people was worked up into passionate feelings.

    It was here, in this arena, in 1833, that the revolutionary movement in Barcelona broke out, after they had commenced at Saragossa to murder the monks and burn the monasteries. The mass of the populace in the arena fired upon the soldiers, these fired again upon the people; and the agitation spread abroad with fiery destruction throughout the land.

    Near the Plaza de Toros is situated the cemetery of Barcelona, at a short distance from the open sea. Aloes of a great height compose the fences, and high walls encircle a town inhabited only by the dead. A gate-keeper and his family, who occupy the porter’s lodge, are the only living creatures who dwell here. In the inside of this city of the dead are long lonely streets, with boxlike houses, of six stories in height, in which, side by side, over and under each other, are built cells, in each of which lies a corpse in its coffin. A dark plate with the name and an inscription is placed over the opening. The buildings have the appearance of warehouses, with doors upon doors. A large chapel-formed tomb is the cathedral in this city of the dead. A grass plot, with dark lofty cypresses, and a single isolated monument, afford some little variety to these solemn streets, where the residents of Barcelona, generation after generation, as silent, speechless inhabitants, occupy their gravechambers.

    The sun’s scorching rays were glaring on the white walls; and all here was so still, so lonely, one became so sad that it was a relief to go forth into the stir of busy life. On leaving this dismal abode of decay and corruption, the first sound we heard appertaining to worldly existence was the whistle of the railway; the train shot past, and, when its noise had subsided, was heard the sound of the waves rolling on the adjacent shore; thither I repaired.

    A number of fishermen were just at that moment hauling their nets ashore; strange-looking fishes, red, yellow, and blueish-green, were playing in the nets; naked, dark-skinned children were running about on the sands; dirty women—I think they were gypsies— sat and mended old worn-out garments; their hair was coal-black, their eyes darker still; the younger ones wore large red flowers in their hair, their teeth was as glittering wbite as those of the Moors. They were groups to be painted on canvas. The city of the dead, on the contrary, would have suited a photographer, one picture of that would be enough; for from whatever side one viewed it, there was no change in its character: these receptacles for the dead stood in uniform and unbroken array, while cypress trees, here and there, unfolded what seemed to be their mourning banners.