El día 26 las tropas estaban sobre Pedralbes sin otro obstáculo que unos puestos de ametralladoras rápidamente desmontados. Pero se esperó a que estuvieran limpias las alturas del Tibidabo y de Montjuic para hacer la penetración. Cuando volvimos por la tarde ya estaba hecha. Como la ciudad estaba medio a oscuras decidimos dormir aún en Sitges. Al otro día, de mañana, bajamos por el paseo de Gracia a la plaza de Cataluña y a las Ramblas. Había un gentío enorme y efusivo, en el que predominaban las mujeres, algunas de las cuales casi se nos metían por las ventanillas de los coches. Era sensible que para una buena parte de la población la guerra había sido una larga pesadilla y aquel final casi incruento y quizá inesperado representaba una fiesta. No toda la ciudad estaría en el mismo talante, pero el espectáculo que ofrecían los barrios céntricos impresionó mucho a los primeros jefes militares que, sobre la marcha, pudieron utilizar la radio. El primero de ellos fue, si no me equivoco, Juan Bautista Sánchez, que pertenecía a la columna Solchaga y era un soldado ingenuo que años más tarde —es coincidencia— moriría ejerciendo, con dignidad muy liberal y austera, el mando supremo de la Región militar catalana. Tengo ante la vista el texto de su arenga:
«Os diré en primer lugar a los barceloneses, a los catalanes, que os agradezco con toda el alma el recibimiento entusiasta que habéis hecho a nuestras fuerzas. También digo al resto de los españoles que era un gran error eso de que Cataluña era separatista, de que Cataluña era antiespañola…».
No había recriminaciones ni amenazas y parecía un buen comienzo. Pero… (Sobre los peros y otras cosas versará la segunda parte de este episodio.)
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