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  • Antonio Mingote toma Barcelona a solas, pero su mamá se encuentra en Sitges

    Era un teniente que en la noche anterior había dicho a su jefe que necesitaba llegar a la ciudad que se divisaba a los pies del Tibadabo donde se encontraba su regimiento. ¿Por qué? Pues porque allí estaba su madre y quería verla después de tres años de ausencia por la guerra. El comandante le contestó que estaba loco, que el avance no estaba previsto hasta el día siguiente y que él no podía darle un permiso de aquel tipo. El teniente insistió y finalmente su jefe le dijo lo habitual en esos casos: Que no había oído nada y que sólo se olvidaría de preguntar por él al llegar la noche.

    Y el oficial bajó a pie por la Bonanova y toda la calle de Muntaner en compañía de su asistente que se empeñó en acompañarlo; las pocas personas que encontraba le miraban extrañadas por las dos estrellas en el pecho y gorro pero no podían concebir que fuera «de verdad». Llegó a la casa donde esperaba encontrar a su madre y los vecinos le dijeron que estaba bien pero que se había ido a Sitges un par de semanas antes…

    Dado que aquella población estaba ya en zona «liberada» según la jerga del tiempo, el teniente emprendió el camino de vuelta y llegó felizmente a su posición con el suspiro de alivio del capitán. Al día siguiente entró, esta vez, oficalmente y con música y banderas desplegadas en Barcelona.

  • Dionisio Ridruejo: alivio y alegría al entrar los nacionales

    El día 26 las tropas estaban sobre Pedralbes sin otro obstáculo que unos puestos de ametralladoras rápidamente desmontados. Pero se esperó a que estuvieran limpias las alturas del Tibidabo y de Montjuic para hacer la penetración. Cuando volvimos por la tarde ya estaba hecha. Como la ciudad estaba medio a oscuras decidimos dor­mir aún en Sitges. Al otro día, de mañana, bajamos por el paseo de Gracia a la plaza de Cataluña y a las Ramblas. Había un gentío enorme y efusivo, en el que predomi­naban las mujeres, algunas de las cuales casi se nos metían por las ventanillas de los coches. Era sensible que para una buena parte de la población la guerra había sido una larga pesadilla y aquel final casi incruento y quizá inesperado representaba una fiesta. No toda la ciudad estaría en el mismo talante, pero el espectáculo que ofrecían los barrios céntricos impresionó mucho a los primeros jefes militares que, sobre la marcha, pudieron utilizar la radio. El primero de ellos fue, si no me equivoco, Juan Bautista Sánchez, que pertenecía a la columna Solchaga y era un soldado ingenuo que años más tarde —es coincidencia— moriría ejerciendo, con dignidad muy libe­ral y austera, el mando supremo de la Región militar catalana. Tengo ante la vista el texto de su arenga:

    «Os diré en primer lugar a los barceloneses, a los catalanes, que os agradezco con toda el alma el recibimiento entusiasta que habéis hecho a nuestras fuerzas. También digo al resto de los españoles que era un gran error eso de que Cataluña era separa­tista, de que Cataluña era antiespañola…».

    No había recriminaciones ni amenazas y parecía un buen comienzo. Pero… (So­bre los peros y otras cosas versará la segunda parte de este episodio.)