Cuando, de vuelta de Lausanne y con la nominación olímpica en el bolsillo (a la ville de… Barsalona!), envuelto en un gabán y con desaliño amigable, el alcalde empezó a dar saltos muy altos y espontáneos, mientras al presidente Jordi Pujol, de pie a su lado, se le empequeñecía todo menos el ceño. Aquella noche empezaron a escribirse las primeras líneas de un relato que acabaría teniendo una importancia extraordinaria en el futuro. El alcalde no sólo se movía y hacía mover a las piedras, sino que subrayaba cualquier gesto con un aliento casi épico. Para el que lo tenía delante día a día la cosa resultaba al final repetitiva y un punto grotesca. Es difícil vivir recitando la Oda. Pero el relato de una Barcelona abierta, sonriente, voluntaria y marítima acabaría cuajando entre la ciudadanía de un modo insospechado. Y, desde luego, con consecuencias extrapoéticas, que es el máximo logro al que puede aspirar un poema.
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