[E]n esta Barcelona en que hoy vivimos, en la Barcelona de «la batalla del huevo», en que cada galería, cada balcón, cada terrado, se ha convertido en gallinero incipiente, los gallos cantan cuando les da la gana, cada uno a hora distinta o todos a coro a todas las horas, desde que anochece hasta que sale el sol…
¡En fin!… Es molesto… pero soportable. En la retaguardia de una guerra tan atroz como la nuestra, no se puede hablar de molestias, sino es burla, burlando, más para señalarlas, que para quejarse de ellas… Ahora: esa multiplicidad de corrales improvisados, esa aglomeración de gallinas, y pollos, y conejos en espacios reducidos, en núcleos ciudadanos de gran densidad, sin las indispensables condiciones de espacio y aireación, ¿no nos traerán, ahora que entra, de lleno, el verano, consecuencias más graves, más irreparables que la molestia del canto de los gallos al amanecer? Ya se advierte en Barcelona una invasión de moscas digna de los valles andorranos y se perciben emanaciones poco gratas… «Evitemos que la batalla del huevo se convierta en la guerra del tifus» nos dice un lector. Y su advertencia nos parece atinadísima.
Pues la campaña de la «batalla del huevo» tuvo, sin duda, otra intención que la de convertir en corrales todos los balcones y todas las galerías. Y a esa intención—estricta—debe limitarse el ciudadano celoso, a un mismo tiempo de su alimentación… y de su higiene.
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