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  • María Ana, hija de Felipe III, tras un viajecito de prueba por la playa, se despide «de sus hermano y patria, para no verlos más» y para ser reina de Hungría

    En el tiempo que S. M. onrró con su asistencia esta ciudad, hiban á hacer guardia todas las compañías, pasando al anochecer por delante palacio mui numerosas y ricas todas, pues cada soldado de por sí, en los plumajes y vistosos vestidos, parecía un capitán, y casi en las más yleras, como era ya de noche, havía de quatro á cinco achas encendidas para que vieran los castellanos así la multitud de gente, como la vizarría con que se servía al Rey nuestro señor. La ciudad de Barcelona sirvió á la Reyna con doce mil libras (31.999,92 pesetas) de regalo ó donativo; esta cantidad querían entregar los Conselleres mano á mano al despedirse, en un cofrecillo hecho de propósito, cuvierto de terciopelo camesí con galón y tachuelas de oro, bordadas en las armas de la ciudad, que juntamente cavían las 12 ₡ libras en trentines («Los doblones de dos caras se llamaron también trentines, quizá por valer cada uno treinta reales, aunque después subieron al valor de treinta y cinco, y el duque de Alburquerque á 2 de Marzo de 1618, concedió permiso á los conselleres de Barcelona para fundirlos y labrar en la seca de dicha ciudad tercios de trentín, que cada uno valiese once reales por causa de hallarse más fácilmente cambio que de los doblones de dos caras, mayormente en una ocasión en que se hallaba el Principado falto de numerario.» (Salat. Tratado de laa monedas labradas en el Principado de Cataluña.— Barcelona: Brusi, 1848; pág. 132.) Para mayor conocimiento de esa moneda y sus divisores, no será ocioso consignar que los trentines y medios trentines llevan los mismos tipos que los excelentes castellanos, ó sea en el anverso los bustos de los Reyes Católicos y en el reverso el conocido escudo rodeado de la leyenda sub umbra alarum tuarum, y en cifras el año de la acuñación. En los tercios de trentín varían los tipos, pues figura en el anverso el busto de Felipe III ó Felipe IV, mientras que en el reverso aparece el escudo de Cataluña entre XI y R (once reales, valor de la moneda), siendo la leyenda Civitas Barcino…); pero estorvólo la vanidad dé los grandes que la hiban sirviendo, dando á entender que los Concelleres no havían de cubrirse delante la Reyna y que si acaso en la visita anterior lo havian hecho, havía sido porque no lo havían advertido, ó porque con la bulla del bien venida no se havía reparado, y como de echo no se cubrieron los Gonselleres en la visita, ora sea por atención, ora sea porque no atendieron á la prerrogativa que tiene la ciudad, para evitar discusiones, escusaron la visita, y con letras embiaron el dinero de donativo. Ocho días antes de embarcarse para el viaje, quiso Su Magestad probar cómo le trataba la mar, y así un domingo á la tarde, pasando al muelle por un hermoso puente de tierra á la galera, se embarcó S. M. en la capitana de Nápoles, que era la galera en que havía de navegar. Estavan todas ricamente adrezadas quanto permite el mar; la chusma de la capitana con coticas ó bestidos de damasco carmesí y mui blancas, limpias y delgadas camisas. Embarcáronse las damas y señores que hiban sirviendo á la Reyna, y carpando las galeras, se pasearon algunas dos oras por la playa, dando el arzobispo de Sevilla una espléndida merienda; y gustó mucho S. M. de ver la destreza con que los marineros subían y bajavan por las cuerdas, árboles y entenas, y de ver así la máquina de tender y recojer las velas, como de remar la chusma. Bolvióse al anochecer á desembarcar, y así entonces, como al entrar en la galera, se le hicieron muchas y hermosas salvas, respondiendo los baluartes. S. M. no se mareó, pero sí algunas damas y cavalleros. Llegó la orden de Madrid para la partida de la Reyna, y señalóse luego el día 12 de Junio para su embarcación y viaje. Dispúsose y aprestóse todo lo necesario para la embarcación, y entre tanto que se embarcava la ropa, S. M. se fue despediendo de las iglesias y santuarios, visitando con gran deboción y ternura los sepulcros de los gloriosos San Ramón y Santa Eulalia, y asimismo otros combentos de su deboción. El día antes de embarcarse fué á Santa María de la Mar, para que como á estrella del mar le fuese propicia en su navegación; este mismo día por la tarde se fué con las damas al horno del vidrio, al Llano Llui, en donde se fabricaron diversidad de vasos y cosas de vidrio para la embarcación, haciendo los oficiales muchas bombas de vidrio volador, que haciéndolas rebentar por encima de los tocados y cavezas de las damas hacían mui hermosa vista. Llegó, en fin, el día 12 de Junio de 1630, y por la tarde se descubrió el Santísimo en la iglesia de San Francisco, cantando varios motetes, letanías y otras debociones deprecatorias para el feliz viaje; á las cinco pasó S. M. á la tribuna y mandó cantar una salve, y haciendo allí su rato de oración, á cosa de las seis de la tarde, por el mismo puente de palacio, de cuio extremo salía una escalera de madera mui bien travajada y fuerte, de 560 baras de largo y alto, con tres bueltas y descansos, de modo que el extremo dava en la misma galera donde havía de embarcarse, y cubierta de bayeta colorada toda ella, por donde, con muchas lágrimas y muestras de cariño, bajó S. M. á la galera, y no admiró que fuese tanta su terneza, pues se despedía de sus hermano y patria, para no verlos más. Luego que S. M. con los grandes y damas estubieron en la capitana, que era la de Nápeles, so hizo á la vela, á quien siguieron las demás, que en número eran 23, todas mui entoldadas y hermoseadas quanto podía la ocasión. Las salvas, así de las galeras como de los baluartes, la multitud de gentes, el dolor que causaría perder de vista aquella prenda, no la encareceré, pues sólo el silencio puede ser el más retórico modo de expresarlo. Pasó con esta ocasión mucha nobleza y señores á Italia, y vi que en un coche del obispo de Barcelona, que havía quatro sillas poltronas, y tras éstas una menor; en aquellas hivan 4 cardenales que se hallaban en España y pasavan á cónclave, y en ésta el obispo de Barcelona, que como si fuera su capellán, los acompañaba á la embarcación: tubieron feliz tiempo para la navegación.

    Díjose por Barcelona, y por mui cierto, que en una isla cerca de Marsella llamada Santa María, la esperava su hermana la Reyna de Francia, con cariño de verla y agasajarla; pero que no paró allí, porque la orden del Rey era de pasar sin detenerse. Que en Génova la aguardava su tía la duquesa de Florencia, en donde se embarcó, y estubo algún tiempo regalada y asistida de la duquesa; desde allí pasó por tierra (á causa de las guerras de Italia) á Alemania. Acompañáronla hasta la ciudad de Trento que es en los confines de Alemania, el arzobispo de Sevilla, duque de Alva, conde de Barajas y demás personajes, en donde siguiendo la instrucción del Rey havían de entregarla á su esposo ó sus grandes, y éstos acompañarla hasta Viena, en donde, como en todas partes, se dize la festejaron quanto se puede desear: llegó á Viena á 30 de Henero de 1631.

    El viernes, á 2 de Mayo, llegaron á este puerto de Barcelona 4 galeras con el duque de Alva, conde de Baraxas y demás gente que havían acompañado la Reyna, menos el arzobispo de Sevilla, que siendo ya de edad y hombre grueso, murió en el camino ya de buelta y ya creado cardenal, y el Rey, movido de compasión por los excesivos gastos que havía tenido en el viaje, de que quedavan sus deudos empeñadísimos, les consiguió para el desempeño las rentas del arzobispado ú otras equivalentes, por tiempo de cinco años.

    Con esto damos fin al pasaje de la Reyna de Ungría, y aunque este capítulo no hera de este lugar, como es de un mismo punto, se ha insertado aquí.

  • Pasa una gran flota franco-holandesa por la costa

    Jueves, 30 de Julio 1636, se descubrieron desde Monjuique 80 navíos grandes de guerra que pasavan alta mar: viéronse mui claramente los estandartes que eran olandeses y franceses; venían de Poniente y pasavan, según se supo, á Marsella, en auxilio de Francia. Mandó la Ciudad avisar toda la costa para que se celaran, y aquella noche mandó salir quatro compañías, dos á la fuente del Alió y dos hacia San Bertrán, y que los baluartes y muralla de mar se guarneciesen vien por si se les antojaba dar alguna embestida; pero pasaron de largo.

  • Washington Irving: los encantos de las torres de Gracia, etc.

    [To Mrs. Paris.]
    BARCELONA, July 28,1844.
    MY DEAR SISTER:
    To-morrow I embark in a Spanish steamer for Marseilles, on my way to Paris. I leave this beautiful city with regret, for my time has passed here most happily. Indeed, one enjoys the very poetry of existence in these soft southern climates which border the Mediterranean. All here is picture and romance. Nothing has given me greater delight than occasional evening drives with some of my diplomatic colleagues to those country seats, or Torres, as they are called, situated on the slopes of the hills, two or three miles from the city, surrounded by groves of oranges, citrons, figs, pomegranates, &c., with terraced gardens gay with flowers and fountains. Here we would sit on the lofty terraces overlooking the rich and varied plain; the distant city gilded by the setting sun, and the blue sea beyond. Nothing can be purer and softer and sweeter than the evening air inhaled in these favored retreats.

  • Barcelona en 1847: la Rambla, comparación con Marsella, edificios públicos, la catedral, Colón

    The Rambla and the People on Promenade—Theophile Gautier—Marseilles and Barcelona contrasted—Public Buildings—The Cathedral—Christopher Columbus

    The Rambla, a wide and pleasant promenade, runs from the outer edge of the city, to the water. The trees along its sides had not taken the coloring of spring, and the weather was raw and gusty, but it was a half-holiday, and gentle and simple were taking their noon-day walk. The wealthier classes wore plain colors universally: the men enveloped in their cloaks, the women in rich, black mantillas, the lace of which just flung a shadow on their faces. The poorer people, as in all countries, furnished the picturesque. Full of leisure and independence, for the moment, they went sauntering up and down; the women with gay shawls drawn high around their heads, and their long silver or gold ear-rings, with huge pendants of topaz glancing in the sun; the men in long caps of red or purple, and striped and tasseled mantles, making lively contrast with the rich and various uniforms of the soldiers who were on the stroll. Now and then among the crowd you might discover the peaked hat so general in the south, bedecked with velvet trimmings, and tufts of black wool upon the brim and crown. Accompanying it, there would be a short fantastic jacket, with large bell buttons dangling, while the nether man was gorgeous in breeches of bright blue, with black leggings, and the everlasting alpargata, or hempen sandal. «Who are those troops?» I inquired of an old man, as a squad passed us, half-peasant, half-soldier in costume, their long, blue coats with red facings fluttering loose behind them. » They are the mozos de la escuadra,» he replied. «What is their branch of service?» «To keep the province clear of thieves.» «Are there, then, thieves in Catalonia?» «O! si senor! los hay, creo, en todas partes, como vmd. sabra» («Oh yes, sir, there are some every where, I think, as your worship may know,») said the old rascal, with a knowing leer.

    Theophile Gautier, in his pleasant «Voyage en Espagne,» has sufficient gravity to say that Barcelona has nothing of the Spanish type about it, but the Catalonian caps and pantaloons, barring which, he thinks it might readily be taken for a French city, nay, even for Marseilles, which, to his notion, it strikingly resembles. Now it may be true, as Dumas says, that Theophile professes to know Spain better than the Spaniards themselves; a peculiarity, by-the-by, among travelers, which the Spaniards seem to have had the luck of; but I must be pardoned upon this point, for knowing Marseilles better than he, having been there twice, for my sins, and too recently to be under any illusions on the subject. Dust from my feet I had not shaken off against that dirty city, because dust there was none, when I was there, and the mud, which was its substitute, was too tenacious to be easily disposed of. Yet I had sickening recollections of its dark and inconceivably filthy port, through all of whose multiplied and complicated abominations—solid, liquid, and gaseous—it was necessary to pass, before obtaining the limited relief which its principal but shabby street, «la Cannebière afforded. In the whole city, I saw scarce a public building which it was not more agreeable to walk away from than to visit. What was worth seeing had a new look, and with the exception of a sarcophagus or two, and the title of «Phocéens,» assumed by the Merchant’s Club, in right of their supposed ancestors from Asia Minor, there was really nothing which pretended to connect itself, substantially, with the past. Every thing seemed under the influence of trade—prosperous and ample, it is true, but too engrossing to liberalize or adorn.

    In Barcelona, on the contrary, you look from your vessel’s deck upon the Muralla del Mar, or sea-wall, a superb rampart, facing the whole harbor, and lined with elegant and lofty buildings. Of the churches, I shall speak presently. Upon the Rambla are two theaters : one opened during my visit, and decidedly among the most spacious and elegant in Europe; the other of more moderate pretensions, but tasteful and commodious, with an imposing facade of marble. In the Palace Square, the famous Casa Lonja, or Merchants’ Hall, stands opposite a stately pile of buildings, erected by private enterprise, and rivaling the beauty of the Rue Rivoli of Paris, or its models, the streets of Bologna, where all the side-walks are under arcades. On the other side of the same Plaza, the palace, a painted Gothic, fronts the Custom-house, which, overladen as it is with ornament, has yet no rival in Marseilles. Toward the center of the city, in the Square of the Constitution, you have on one side the ancient Audiencia, or Hall of Justice, whose architectural relics bring back remembrances of Rouen, while on the other side is the Casa Consistorial, or House of the Consistory, associated in its fine architecture and name, if not its present uses, with the days when the troubadour and the gaye science were at home in Barcelona, under the polished rule of the Arragonian kings. Every where throughout the city, you see traces of the past, and of a great and enterprising people who lived in it. Instead of the prostration and poverty which books of travel might prepare you to expect as necessary to a Spanish city, you find new buildings going up, in the place of old ones demolished to make room for them; streets widened; domestic architecture cultivated tastefully (as, indeed, from the ancient dwellings, it would seem to have always been in Barcelona), together with all the evidences of capital and enterprise, made visible to a degree, which Marseilles, with its vastly superior commerce and larger population, does not surpass.

    Nor, even as to the people, are the caps and trowsers the only un-French features. The Catalan, of either sex, is not graceful, it is true, or very comely. The women want the beauty, the walk, the style of the Andalusians. The men are more reserved in manner, less elegant and striking in form, more sober in costume and character than their gay southern brethren. But they are not French men or women, notwithstanding. Imagine a Marseillaise in a mantilla! «Uneasy lies the head that wears a crown»—even if it be but the crown of a bonnet; and it is impossible for one who has been bred to the use of those great equalizers of female head-carriage, to realize, much less to attain, the ease of motion, the fine free bearing of the head, neck, and shoulders, which the simple costume of the Spanish women teaches, and requires to make it graceful. Where, in the mincing gait on the trottoirs, will you find the proud, elastic step which the Spanish maiden is born to, even if it be her only inheritance? And where (to speak generally) among the loungers of cafes, and readers of feuilletons, or the proverbially brutal populace about them, do you see the parallel of that all-respecting self-respect, which it is a miracle not to find in the bearing of a Spaniard, be he high or low? It is an easy thing, M. Gautier, to condense a city into a paragraph!

    From the Rambla, we went down, along the sea-wall, to the Palace Square, where we found our way into the Lonja. The chambers of the commercial tribunals were in excellent taste. In each, there hung a portrait of the Queen, and, as all the likenesses were very much alike, I fear that they resembled her. We were shown through a gallery of bad pictures and statues—not very flattering testimonials of Catalonian art. During one of the recent revolutions, some indiscriminating cannon-balls had left these melancholy manifestations untouched, and had done a good deal of damage to the fine Gothic hall of the merchants. None but bullets fired in a bad cause could have conducted themselves so tastelessly. I would fain believe, however, that the more judicious Barcelonese have satisfied themselves, that the practical, not the ideal, is their forte, inasmuch as the extensive schools in the Lonja which are supported by the Board of Commerce, are all directed with a view to usefulness. Those of drawing and architecture are upon a scale to afford facilities, the tithe of which I should be happy to see gratuitously offered to the poor, in any city of our Union.

    An attractive writer (the author of the «Year in Spain») tells us that » the churches of Barcelona are not remarkable for beauty.» Externally, he must have meant, which, to a certain extent, perhaps, is true; but as to their interior, it is impossible to understand such a conclusion. The Cathedral and Santa Maria del Mar are remarkable, not only as graceful specimens, in themselves, of the most delicate Gothic art, but as resembling, particularly, in style, in the color of their dark-gray stone, and in their gorgeous windows, the very finest of the Norman models. Indeed, the great prevalence of this similarity in the churches of the province, has induced the belief, among approved writers, that the Normans themselves introduced the Gothic into Catalonia. Santa Maria del Mar reminds you, at a respectful distance, of St. Ouen, in the boldness and elevation of its columns and arches, and the splendor of its lights. It has an exquisite semi-circular apsis, corresponding to which is a colonnade of the same form surrounding the rear of the high altar; a feature peculiar to the Barcelonese churches, and giving to their interior a finish of great airiness and grace.

    From Santa Maria, we rambled up to the Cathedral, through many by-streets and cross-ways, passing through the oldest and quaintest portion of the city, and occasionally creeping under a queer, heavy archway, that seemed to date back almost to the days of Ramon Berenguer. Fortunately, we entered the church by one of the transept doors, and thus avoided seeing, until afterward, the unfinished, unmannerly facade. It would not be easy to describe the impression made on me by my first view of the interior of this grand temple, without the use of language more glowing, perhaps, than critical. When we entered, many of the windows were shaded; and it was some time before our eyes, fresh from the glare of outer day, became sufficiently accustomed to the gloom, to search out the fairy architecture in it. But, by degrees, the fine galleries, the gorgeous glass, the simple and lofty arches in concentering clusters, the light columns of the altar-screen, and the perfect fret-work of the choir, grew into distinctness, until they bewildered us with their beautiful detail. What treatises, what wood-cuts, what eulogies, should we not have, if the quaint carvings, of which the choir is a labyrinth, were transferred to Westminster, and the stalls and canopies of the Knights of the Golden Fleece were side by side with those of Henry the Seventh’s far-famed chapel! The same dark heads of Saracens which looked down on us from the «corbels grim,» had seen a fair gathering of chivalry, when Charles V., surrounded by many of the gallant knights whose blazons were still bright around us, held the last chapter of his favorite order there! Perhaps—and how much more elevating was the thought than all the dreams of knighthood !—perhaps, in the same solemn light which a chance ray of sunshine flung down the solitary nave, Columbus might have knelt before that very altar, when Barcelona hailed him as the discoverer of a world ! Let us tread reverently ! He may have pressed the very stones beneath our feet, when, in his gratitude, he vowed to Heaven, that with horse and foot he would redeem the Holy Sepulcher! «Satan disturbed all this,» he said, long after, in his melancholy way, when writing to the Holy Father; «but,» then he adds, «it were better I should say nothing of this, than speak of it lightly.» May it not have been, even in the moments of his first exultation, that here, in the shadow of these gray and awful aisles, he had forebodings of hopes that were to be blighted, and proud projects of ambitious life cast irretrievably away?

  • Galdós: recuerdos de la Barcelona revolucionaria del 68; la Rambla, la Muralla del Mar y el Jardín del General; el guerracivilismo de los españoles; su primera novela

    Al salir de Barcelona [en 1903] el maestro Galdós ha enviado á EL LIBERAL en Barcelona una notable impresión, cuyo especialísimo tono local no le resta mérito alguno fuera de la ciudad condal.

    Sobriamente evoca Galdós los sucesos de Septiembre del 68, y la antigua ciudad.

    Es éste un documento muy interesante, además, por lo que cuenta de Los Episodios nacionales.

    Dice así:

    Sr. Director de EL LIBERAL.

    Me pregunta usted si es antiguo mi conocimiento de Barcelona, y cuántas veces he visitado á esta ciudad. Más fácilmente que puntualizar las visitas, puede mi memoria dar á usted noticia de la primera tan remota, que ahora me parece, como quien dice, perdida en la noche de los tiempos. Ello fué en días inolvidables, de los que marcados quedaron en la Historia patria como días de buena sombra, resultando también de feliz agüero en la vida individual, particularmente en la mía. En Barcelona pasé las dos últimas semanas de Septiembre de 1868, y el memorable día 29, fechas, como usted sabe muy bien, de las más famosas del siglo nuestro, que es el pasado, todo él bien aprovechado de crueles guerras, mudanzas y trapisondas.

    Ya ve usted si son de largo tiempo mis amistades con la capital de Cataluña. El prodigioso crecimiento de esta matrona, nadie tiene que contármelo, porque lo he visto y apreciado por mí mismo, un lustro tras otro. En Septiembre del 68, rota ya la cintura de murallas que oprimían el cuerpo de la histórica ciudad, empezaba ésta, por una parte y otra, á estirar sus miembros robustos nutridos por sangre potente. La he visto crecer, pasando de las moderadas anchuras á las formas de gigante que no cabe hoy en las medidas de ayer, ni ve nunca saciadas sus ansias de mayor vitalidad y corpulencia.

    A mediados de Septiembre vine de Francia con mi familia, pasando el Pirineo en coche, pues aun no había ni asomos de ferrocarril entre Perpiñán y Gerona. Recuerdo que por falta de puente en no sé qué río, la diligencia se metía en las turbias aguas, atravesándosas de una orilla á otra sin peligro alguno, al menos en aquella ocasión. De Figueras, conservo tan sólo una idea vaga. En cambio, Gerona, donde pasé un día con su noche, permaneció en mi mente con impresiones indelebles… [Gerona y los Episodios Nacionales]

    Barcelona fúe para mí un grato descubrimiento y un motivo de admiración, aun viniendo de París y Marsella. Me sorprendían y cautivaban la alegría de este pueblo, la confianza en sí mismo, y el ardor de las ideas liberales que entonces flameaban en todas las cabezas, aquel ingénuo sentimiento revolucionario, ensueños de vida progresiva y culta, tras de la cual corrían con igual afán los que conocían el camino y los que ignoraban por dónde debíamos ir para llegar salvos. En aquellos hermosos días de esperanza y fe, tenía la Libertad millones de enamorados, y lo que llamábamos Reacción había caído en el mayor descrédito. El sentimiento público era tan vivo, que las cosas amenazadas de muerte se caían solas, sin que fuera menester derribarlas.

    La principal hermosura de Barcelona era entonces su Rambla, rotulada con diferentes nombres, desde Santa Mónica hasta Canaletas. Viéndola hoy [1903], paréceme que nada ha cambiado en ella, y que su animación bulliciosa de hace treinta años era la misma que actualmente le da el contínuo trajín de coches y tranvías. La Rambla es de esas cosas que, admitiendo las modificaciones que trae el tiempo, no envejecen nunca, y conservan eternamente su frescura risueña y la sonrisa hospitalaria.

    El paseo más grato era entonces la Muralla de Mar, á la que se subía por la rampa de Atarazanas, y se extendía por lo que es hoy paseo de Colón. El paseante iba por el alto espacio en que se mecen hoy las cimas de las palmeras, y por un lado dominaba el puerto, en el cual hacían bosque los mástiles de los buques de vela, por otro podía curiosear el interior de los primeros pisos. Ya se hablaba de demoler la muralla, y los viejos se lamentaban de la destrucción de aquel lindo paseo, como de la probable pérdida de un sér querido; tan arraigada estaba en las costumbres la vuelta diaria por el alto andén en las tardes placenteras de verano. Los jóvenes la vierno desaparecer, y ya no se acuerdan de lo que fué uno de los mayores encantos de la vieja Barcelona.

    El ensanche estaba ya bosquejado, y en el Paseo de Gracia iban tomando puesto las magníficas construcciones, que eran albergue y vanagloria de los ricos de entonces. Aun faltaba mucho para que se pudiera admirar la parada de casas con que el citado Paseo, la Rambla de Cataluña, la Granvía y otras nos deslumbran y fascinan, pasándonos por los ojos la vida fastuosa y un tanto dormilona de los millionarios de hoy. De jardines públicos no recuerdo más que el llamado del General, más allá de la Lonja, hacia el Borne. Era tan chico y miserable que si hoy existiera lo miraría con burla y menosprecio la más menguada plazuela de la moderna ciudad. Más allá se extendía la trágica Ciudadela, odiada del pueblo, que anhelaba destruirla, y casi casi anticipaba la demolición con sus maldiciones y anatemas.

    Me parece que estoy viendo al conde de Cheste, en aquellos días de Septiembre, recorriendo la Rambla, seguido de los mozos de escuadra. Su arrogante estatura se destacaba entre el gentío, que le veía pasar con respeto y temor. Del último bando que publicó, conservo en mi memoria retazos de frases que denunciaban su carácter inflexible, su adhesión á la causa que defendía, así como sus gustos literarios, propendiendo siempre á cierto lirismo militar, muy propio de los caudillos de la primera guerra civil. No recuerdo bien si fué el 30 ó el 31 cuando empezaron á correr las primeras noticias de la acción de Alcolea. Fueron rumores, que más parecían ilusiones del deseo. Primero, secreteaba la gente en los corrillos de la Rambla; después, personas de clases distintas soltaban el notición en alta voz; y los crédulos y los incrédulos acababan por abrazarse… Lo que pasó luego en la ciudad no lo supe, porque mi familia tuvo miedo, creyendo que se venía el mundo abajo, y como habíamos de salir para Canarias, se resolvió abandonar la fonda de las Cuatro Naciones, y buscar seguro asilo á bordo del vapor América, que había de salir en una fecha próxima. Aquella noche, tertuliando sobre cubierta mi familia y otras que también huían medrosas, vimos resplandor de incendios en diferentes puntos de la población. El pueblo, inocente y siempre bonachón, no se permitía más desahogos revolucionarios, después de tanto hablar, que pegar fuego á las casillas del fielato.

    Viajeros pesimistas, que iban con nosotros, auguraban asolamientos y terribles represalias que ponían los pelos de punta; pero nada de esto pasó, al menos por entonces. El pueblo, aquí como en el resto de España, rarísima vez ha sido vengativo en las conmociones puramentes políticas. Se ha contentado con un cambio infantil de los nombres y símbolos de las cosas, así como los primates apenas han sabido otra cosas que erigir nuevas columnas en la Gaceta, llenas de ineficaz palabrería.

    Tengo muy presente al segundo de á bordo, catalán de acento muy cerrado, sujeto entrado en años, locuaz, ameno y de feliz memoria. Monstrándome el edificio de la Capitanía general, que tras la Muralla del mar desde el vapor se veía, me contó con prolijas referencias de testigo presencial la horrible muerte de Bassa, como lo arrojaron por el balcón, como lo apuñalearon, y echándole una cuerda al cuello, arrastraron por las calles su acribillado cuerpo. Poco sabía yo de estas cosas. De la dramática historia del siglo sólo conocía las líneas generales, y eran vagamente sintéticas mis ideas sobre las sanguinarias peleas por los derechos de dos ramas dinásticas, sin que en tan estúpìda y fiera lucha haya podido ninguno de los dos bandos demostrar que su rama valía más que la otra.

    Naturalmente, no pensaba yo así en aquel tiempo, pues mis conocimientos de la historia patria eran cortos y superficiales, y del libro de la experiencia había pasado muy pocas hojas. Los frutos de la verdad son tardíos. Vienen á madurar cuando maduramos; pero en nuestro afán de vivir á prisa, comemos verde el fruto, y de aquí que no nos haga todo el provecho que debemos esperar… Como digo, yo sabía de estas cosas menos de lo que hoy sé, que no es mucho, y mis inclinaciones hacía la novela eran todavía indecisas por estar la voluntad partida en tentativas y ensayos diferentes. La Fontana de oro, primer paso mío por el áspero sendero, no estaba aún concluída. Ín diebustillis [In diebus illis: en días aquellos], cuando por primera vez estuve en Barcelona, llevaba conmigo dos tercios próximamente de aquella obra, empezada en Madrid en la primera del 68, continuada después en Bagneres de Bigorre, luego pasada por Barcelona y las aguas del Mediterráneo para que se refrescara bien, y concluída por fin en Madrid andando los meses.

    El vapor América salió para Canarias, y á mí me dejó en Alicante.

    **********

    Dispénseme usted, señor director… Las horas vuelan, y está cerca ya la de mi partida de Barcelona.

    Quédese la continuación para el año próximo.

    B. Pérez Galdós.

    Barcelona 8 de Agosto de 1903.

  • Descripción del espectáculo «Buffalo Bill’s Wild West», con unas consideraciones antropológico-literarias; desembarcan mareados, y se embarcan hambrientos

    BÚFALO BILL’S

    [Información zoológica sobre los búfalos]

    Barcelona tuvo el gusto de ver pieles-rojas de la gran familia americana en 1493 cuando Cristóbal Colón regresó de su primer viaje, siendo recibido en nuestra ciudad por los reyes católicos.

    Pero en cuanto á bisontes bien se puede asegurar que no vio aquí el primero hasta hace unos doce años, cuando vino el domador Bidel en sus buenos tiempos, trayendo una rica y variada colección zoológica en la cual había un hermoso ejemplar de aquellos indivíduos de la espacia bovina.

    A pesar de que en 1493 vinieron caribes á Europa, Barcelona que ha visto trabajar en sus teatros árabes, senegaleses, tártaros, mongoles, etc… no había visto aún en su verdadero traje á los hijos da las praderas norte-americanas hasta el día de ayer en que les vio aparecer con sus túnicas de piel de antílope adornado con púas de puerco espín y sus típicos mocasines, con el rostro pintarrajeado á la usanza de su país y llevando también sus propias armas y arreos de la vida nómada.

    Los indios de la América del Norte, algo distintos de los fueganos y sud-americanos, como también de los toltekas de la región central, pertenecen en su mayoría á la numerosa tríbu da los Siux, y hablan la lengua narcotah que algunos sabios comparan al dialecto de los tártaros manchues. Lo cual puede probar que an épocas remotas los hijos del Asia invadieron las llanuras del Alaska, pasando el estrecho de Bering.

    Esta raza que no nos ha hecho ningún mal y que tan bien acogió á los primeros europeos, causa verdadera tristeza á los hombres pensadores al verla destinada á fundirse ante los rayos de la civilización moderna que de día en día va extendiendo sus conquistas hacia el Lejano Oeste como denominan los yankees á la extensa pradera americana.

    Mañana no quedará como recuerdo de su pasada existencia más que aquel triste poema conocido en los Estados Unidos por Las Memorias de Tanner el cual tan bien los retrata en su vida íntima por haber participado de ella durante 30 años.

    Y luego como nota de brillante colorido, las populares descripciones del conocido autor de Los cazadores de caballeras y La Jornada de la Muerte, también recordarán á esos desgraciados pieles rojas, condenados á perecer en la especie. Estas obras encierran el principio y fin de aquellos desdichados hijos del desierto, crueles con la raza blanca, desde el día en que ésta les pagó su hospitalidad con la más negra de las ingratitudes.

    Saludemos pues benévolamente á los últimos descendientes de un pueblo que fué, y de cuyas dos ramas Aztecas y Delavares ya no queda ni un solo individuo; y vamos á describir la fiesta de ayer.

    El espectáculo

    El espectáculo «Búfalo Bill’s Wild West», puede considerarse dividido en tres partes: presentación de costumbres de los habitantes del Oeste de los Estados Unidos, agitación y ejercicios de tiro.

    En la primera, que no importa decir es la más instructiva, se presentan escenas sumamento pintorescas, y que si bien no producen una ilusión completa, trasladan al espectador con un pequeño esfuerzo de imaginación á las praderas americanas del Oeste.

    La segunda es una demostración brillante del dominio que sobre el caballo tiene el ginete americano, tanto el indio como el blanco.

    Y la tercera, es una prueba de la habilidad que en el tiro de pistola, revólver y carabina, tienen los norteamericanos y especialmente el coronel Cody.

    Constituía el primer número del programa de ayer el desfile de toda la compañía. Presentóse el grupo de los indios Arrapahos, con sus trajes de colores, la cabellara suelta, casi tendidos sobre sus caballos, á la carrera, formados en línea, dando aullidos, blandiendo sus armas, y después de dar una vuelta al redondel detuviéronse en medio, todos á una y con precisión admirable. Allá á lo lejos se vio aparecer á su jefe Black Heart (Corazón Negro), que fué recibido con gritos de júbilo por sus subordinados, y después de dar también una vuelta á la pista se detuvo junto á ellos.

    Al mismo tiempo aparecía un grupo de vaqueros americanos seguidos del rey de los vaqueros, Buck Taylor, y practicaron la misma maniobra.

    Así fueron desfilando el grupo de indios Brulé; su jefe Little Chiot; el grupo de la tribu de indios Cut Off; Bave Bear (Oso valiente), otro grupo de vaqueros mejicanos; el de indios Cheyenne; Eagle Horn (Cuerno de águila), su jefe; un grupo de muchachas del Oeste de los Estados Unidos; el vaquero más pequeño del mundo llamado Bennia Irving; los Boys Chiete, pequeños jefes del pais de los Siux; las banderas española y norte-americana; el grupo ds indios Ogallala Siux; su jefe Low Neck (Cuello Corto); Rockey Rear (Oso Rojizo) médico hechicero del pais de los Siux, según rezan los programas, Red Shirt (Camisa Roja) jefe guerrero del pais de los Siux, y por último el arrogante Buffalo Bill, ó sea el coronel Cody, que después de dar, montado en su brioso caballo, la vuelta de ordenanza á la pista, se paró de repente ante la presidencia y saludó quitándose el sombrero airosamente.

    Mientras duró el desfile no cesaron ni un punto los gritos de los indios, que, con sus multicolores trajes, su rostro pintarrajeado, sus cabellos completamente negros y sueltos formaban un conjunto abigarrado y en extremo pintoresco.

    Los aplausos del público demostraron el buen efecto que la había producido el desfila.

    Una carrera de caballos entre ua mejica-no, un vaquero y un indio, y una pantomima en que se ponía á la vista el modo de conducir el correo en las regiones fronterizas de los Estados Unidos antes de la construcción de los ferrocarriles constituyeron los dos números siguientes.

    Aunque en Barcelona estamos cansados de ver hábiles tiradores, arrancó aplausos con sus ejercicios de una precisión admirable, la señorita Annie Oakley.

    Daba gusto ver á aquella niña, pues aspecto de niña tiene desde lejos, colocarse á seis ó siete pasos de la carabina; echar á correr al mismo tiempo que se le arrojaba al aire un objeto, cojer la carabina, disparar y convertir en cien pedazos el blanco.

    El ataque, por los indios, de un tren de emigrantes es un cuadro que impresiona por su acción verdaderamente dramática, y que tiene por remate una nota elegante y sumamente agradable. Las chicas del Oeste y los vaqueros, para demostrar la alegría que les ha producido el haber derrotado á los indios, bailan á caballo los rigodones conocidos con al nombre de Virginia Reel.

    Tiene también interés dramático, aunque hay que confesar que todas estas escenas en que se presentan episodios, tienen mucho de espectáculo, y por lo tanto la ilusión dista bastante de ser completa, el desafío de «Búffalo Bill» con Yellow Hand en presencia de las tropas ds los Estados Unidos y de las fuerzas de los indios rebeldes, después de haber andado á tiros unos y otros. Esta pantamima se refiere á un acontecimiento histórico en que fué principal actor el mismo «Búffalo Bill.»

    La escena que en nuestro concepto tiene más sabor local, si así puede decirse, es la primera de las que en el programa son llamadas «Pasatiempos de los vaqueros». Consiste en tirar el lazo á una manada da caballos que figuran ser salvajes y que corren como flechas. En las otras escenas se ve más la hilaza, ó sea el estudio y la preparación, pero de todas maneras tienen gran mérito. Montan aquellos ginetes increíbles sobra los caballos indomables, se agarran fuertementa de piernas á los lomos, clavan las espuelas en los ijares, y ya puede botar, y encabritarse, y arrojarse al suelo, y revolcarse, el caballo: permanece el ginate pegado al animal y llega por fin á dominarlo por completo. Sucede á veces que el ginete cogido fuertemente á la cuerda es arrastrado por el caballo; otras en que cae debajo de este, herido, y sus compañeros tienen que levantarlo.

    Otro de los números curiosos es el ataque de la diligencia Deadwood, por los indios y su derrota por las avanzadas y los vaqueros almando da «Búffalo Bill».

    El vehículo que sa presenta, completamente desvencijado y en el que subieron varios señores del público y dos cow-boys, es célebre por los muchos asesinatos que en él se han cometido y por las celebridades que en él han viajado.

    Según el programa, dos presidentes de los Estados Unidos, cuatro reyes y todas las personas reales que asistieron al Jubileo da la reina Victoria en Londres, se han sentado en este carruaje.

    Produce verdadera emoción la carrera á caballo de dos mujeres indias. Montan á horcajadas como los hombres, se agarran como ellos fuertemente á los lomos y salan disparadas. El caballo no lleva silla, ni estribos, y sin embargo, aquellas amazonas parecen adheridas al bruto.

    Sosos y monótonos, si se quiere, son los bailes del trofeo, de cabellera y de guerra que dan á conocer los indios; pero como son reproducciones exactas de las mismas danzas que se bailan en el Fart-vest, ó mejor las mismas, tienen todo el sabor local que se puede pedir.

    La caza del búfalo, no obstante ser uno de los números más llamativos del programa, no resulta, á nuestro parecer, a mucho efecto. Casi es tan sosa como las danzas.

    El joven tirador Johnne Bake, el tiro de pistola y de revolver y las carreras á caballoentre chicas americanas fronterizas, no ofrecen ninguna novedad, pero tienen extraordinario mérito por la precisión.

    En cambio «Buffalo Bill» tirando montado á galope y con precisión suma, es una de las cosas más notables que darse pueden.

    El ataque de un rancho fronterizo tiene también mucho de convencional; pero da una idea bastante exacta del sigilo y la audacia son que llevan á cabo los indios sus golpes de mano.

    Termina el espectáculo con el desfile desordenado de tedos los indios, vaqueros y mejicanos. Formando tres círculos concéntricos, corren los ginetes en opuestas direccionas con rapidez vertiginosa, lanzando ahullidos salvages. Es de ver flotando al aire las plumas y las cabelleras de los indios, entremezclándose los brillantes colores de los trages, á los pálidos rayos del sol muriente. Parece imposible que no haya la más leve confusión, que puedan dar vueltas con la seguridad de una rueda sin que uno interrumpa un solo instante el paso del otro. Por fin, en informe pelotón regresan á las cuadras, sobresaliendo entre todos la varonil y gallarda figura de Búffalo Bill.

    Al salir del cireo la concurrencia se desparramó por los campamentos para ver de cerca los indios que se mantenían encerrados en sus tiendas, asomando da vez en cuando la cabeza con el cebo de un cigarrillo.

    A la puerta del hipódromo vimos vendedores de caña dulce y en el interior unos vendedores ambulantes ofrecían otro dulce preparado con granos de maíz y miel.

    Un chiquillo piel roja que discurría entra la gente, tomaba los céntimos que le ofrecían con el mismo desenfado de un piel blanca. Por lo visto estos salvajes ya están fuera de la edad de ia permuta y comienzan á familiarizarse con la moneda.

    Producía extraño efecto aquel campamento indio del Far-West trasladado á la izquierda del ensanche, y uno no sabía convencerse de que con tanta tranquilidad pudiéramos permanecer sin peligro al lado de los terribles cazadores de cabelleras.

    La concurrencia que asistió al nuevo Hipódromo fue numerosa. No bajaría de siete mil personas.

  • Llega una «tribu» africana desde Marsella

    Aunque el sol achicharraba de lo lindo, fue numeroso el público que acudió á presenciar, á las once y media …, al desembarque de los negros aschantis, que procedentes de Marsella ha conducido el vapor «Nuevo Extremadura».

    Una barcaza remolcada por varias lanchas, en la que ondeaba la bandera de la colonia inglesa de Costa de Oro, llevó á tierra á los negros, quienes ocuparon de cuatro en cuatro los carruajes descubiertos preparados al afecto.

    En el último coche iban la esposa del director propietario y el jefe de la tribo, luciendo la primera un sinnúmero de joyas. Un lujoso parasol encarnado con flecos de oro, sostenido por un negro tentado en la tratera dei coche, cubría á los viajeros.

    En el carruaje que precedía al descrito iban los maceros con los símbolos reales, consistentes en un bastón cuyo puño figuraba una mano de marfil, dos alfanjes y una especia de capillo curvo hecho con pelo de caballo.

    Son gente de alta estatura, hercúleas formas y rizados cabellos, siendo sencilla su indumentaria, que consiste en un delantillo y una túnica de colores verde ó azul, con la que envuelven la mitad del cuerpo, arrollándole debajo del brazo contrario. Algunos usan sandalias.

    Abundan los niños y las mujeres.

    La aparatosa comitiva recorrió parta da la ciudad, para dirigirse al local de la Ronda de la Universidad, donde están instalados, llamando la atención da los transeuntes, por el aspecto pintoresco que ofrecía la cabalgata.

    La inauguración de los villórios negros tendrá lugar hoy, á las cuatro de la tarde, en el local indicado.

  • Exposición del «pueblo negro» en la Ronda de la Universidad

    Los Aschantis
    Pueblo negro, 150 indivíduos.–Abierto de día y de noche.–Ronda de la Universidad, 35.–Entrada 1 peseta, los jueves día de moda, entrada 2 pesetas.

  • Exhibición de una «tribu de Aschantis» en el día de Inocentes

    Noticias de espectáculos
    ELDORADO.—Del programa de la funciónde Inocentes que se verificará esta noche, forman parte «La Viejecita», con sorpresas en su cuadro segundo; «Lo pessebre de don Pau», capricho cómico del señor Molas y Cosas, que todos los años tiene aplausos en semejante cita; exhibición de una tribu de «Aschantis»; un baile grotesco de aparato y otras excentricidades: «El bigote rubio», «Agua, azucarillos y aguardiente» y el cuadro primero de «La Viejecita» serán representados con la formalidad de los demás días.