Etiqueta: María Cristina de Borbón-Dos Sicilias

  • Se recibe a Manuel Godoy con más extravagancia que a Carlos IV

    The king’s visit to Barcelona last year (1802) when the double marriage took place, is still the subject of conversation. The grandest scene on this occasion was, the three nights’ procession representing the blessings of peace, and the ancient triumphs of Spanish history, particularly the eastern expeditions of the Catalans and Arragonese in the fourteenth century. The dresses are said to have been very splendid; but judging by the prints which are now sold, not much taste was displayed in the machines and decorations made use of in this festival. To discharge the expense, the town was laid under a contribution; an English merchant told us that his share amounted to seventy pounds. The king was a month on his road from Madrid, through Sarragosa, and his retinue was like an army: upwards of eighty thousand persons, exclusive of the inhabitants of the city, were collected; and the Catalans felt a generous pride in observing that no accident or quarrel occurred, and no life was lost, notwithstanding the enmity subsisting between them and the Spaniards. This enmity is carried to such a height, that, when it was proposed to strike a medal in honour of the king’s visit, the academy of arts of St. Fernando, at Madrid, were requested to superintend the execution; but this body actuated by a most illiberal and unworthy spirit, endeavoured to excuse themselves, and made every possible delay; which so enraged the Catalans, that they withdrew the business from their hands, and entrusted it to their own academy. The medal was produced in a month, and remains a record rather of their loyal zeal, than of their ability in the fine arts. The Prince of the Peace [Godoy] appeared here in greater state than the king himself; he was lodged in the palace of commerce, and had a guard of honour daily mounted before his door.

    [Undated]

  • Llega María Cristina para casarse con Fernando VII

    Llega D.a María Cristina de Borbon para casarse con el rey Fernando VII.

  • Publicación de la amnistía de María Cristina para los liberales exiliados

    Publícase el decreto de amnistía espedido en 10 de octubre anterior por la reina Cristina, que regentaba la corona por enfermedad de su esposo Fernando VII.

  • Las bullangas de Barcelona: quema de conventos de frailes

    Se daban desde algun tiempo en Barcelona funciones de toros, y con motivo de la celebridad de los días de la Reina Cristina, se anunció en los periódicos la séptima funcion para el dia 25 de julio, que era festivo, por ser Santiago, Patron de España. Los toros que se habian lidiado en la funcion anterior habian sido bravísimos y escelentes á juicio de los entendedores; asi es que el anfiteatro estaba lleno en el día 25. Quiso la casualidad que los toros fueron muy mansos ó malísimos en aquel dia, y exasperados los espectadores, despues de los gritos, vociferaciones y confusion que se permite en aquellos espectáculos, dieron principio al barullo arrojando á la Plaza un sin número de abanicos; tras de ellos siguieron los bancos; luego las sillas, y por fin alguna coluna de los palcos. Rompieron la maroma que forma la contrabarrera, y con un pedazo de ella una turba increíble de muchachos, con una espantosa algazara, arrastró el último toro por las calles de la ciudad.

    Apenas la jente que venia de la funcion empezaba á dar su ordinario paseo par la Rambla, á saber, á cosa de las siete y media, cuando empezó ya la alarma y se vieron arrojar algunas piedras á las ventanas del convenio de Agustinos descalzos. La guardia del fuerte de Atarazanas cerró el rastrillo y se puso sobre las armas, porque habia tambien tropel en el convento de Franciscanos, que le es muy inmediato.

    Preludios fueron aquellos de un tumulto; pero nadie ó muy pocos creían en él, porque la jente se iba de sí misma retirando á sus casas; porque en la turba no habia ni un solo hombre; y porque, á nuestro entender, nada habia de premeditado. Sin embargo no tardamos mucho tiempo en salir del error. Tanta verdad es, que innumerables veces se orijinan cosas muy grandes de muy pequeños principios: y que de ordinario es mucho mayor el ímpetu y precipítacion, con que se despeñan los males, que fué el impulso que les dieron sus autores: pues es mucha verdad que no está en mano de quien arrojó el fuego en el edificio, poner tasa y término á sus estragos.

    De las ocho y media á las nueve de la noche se iban formando algunos grupos en la plaza del Teatro y en la de la Boquería, que engrosaban por momentos. En vano intentó separarlos la guardia del Teatro y algunos soldados de caballería destacados de Atarazanas. Se iban de una parte para reunirse en otra; se conocía que habia intencion decidida; y desde entonces fué fácil prever la borrasca.

    Clamoreando estaba el pueblo en diferentes puntos de la ciudad, y como el Capitan Jeneral y el Gobernador de la plaza se hallaban ausentes, el infatigable Teniente de Rey, Ayerve, en vano intentaba acudir donde mas amenazase el peligro, pues el odio habia pasado de raya, y mas se embraveciera cuanto mayor fuera el esfuerzo para contenerle.

    Ardió el primero el convento de Carmelitas descalzos, y subió de punto la audacia, conseguido el primer triunfo.

    Corría la tea abrasadora por todas las calles de la ciudad, y el segundo acometimiento se verificó en el convento de Carmelitas calzados. Pero la cosa iba con tal ímpetu y presteza, que arden á la vez las puertas de varios conventos, y sus moradores despavoridos pueden apenas huir por donde les depara la suerte y en varias direcciones, pereciendo unos cuantos en medio de la confusion y del trastorno.

    No animaba en manera alguna á sus contrarios la esperanza del pillaje, porque lo que no devoraron las llamas se encontró intacto en las iglesias y en las celdas: ni espantaron la ciudad con confusa y alarmante gritería, pues solo resonaban los golpes del martillo que abría los entejados, ó el estrépito de la bóveda que se desplomaba; y con tan estraordinario orden obraban, que parecían los hombres unos trabajadores asalariados por la ciudad, y las mujeres pagadas para alumbrar el trabajo de los hombres. Una parte del pueblo, hombres y mujeres tambien, eran espectadores de aquel terrible espectáculo, y parecia que algunos no acababan de persuadirse de que sus ojos veían; y otros habia que parecia se alegraban, como quien de una vez desempeñaba con el efecto sus deseos y pensamientos.

    El grande y nuevo convento del Seminario, situado en un ángulo de la poblacion, fué atacado por un corto número de personas; defendiéronse los frailes haciendo fuego, é hiriendo á algunos, hicieron volver las espaldas á los demás.

    Iban á pegar fuego al de Capuchinos y Trinitarios calzados; y como las llamas hubieran inevitablemente hecho presa de las casas vecinas, se desistió del intento.

    Tampoco fué incendiado el de Servitas, por la voz que cundió de que el Cuerpo de artillería tiene muy inmediato su almacen de pertrechos.

    Mientras que en una parte de la Ciudad ardian algunos conventos y se incendiaban en la otra, el furor no declinaba en ninguna: antes, á manera de tempestad, volviendo y revolviendo á diversas partes sus recíprocos combates, todo lo llenaba de inquietudes, por la facilidad con que podia prender el fuego en las casas. Y cosa verdaderamente rara, á pesar de que fueron incendiados seis conventos: el de Carmelitas descalzos, el de Carmelitas calzados, el de Dominicos, el de Trinitarios descalzos, el de Agustinos calzados, y las puertas del de los Mínimos, ninguna casa particular sufrió el menor daño; ni nadie fué oprimido de la ruina de los fragmentos que caían y volaban de una á otra parte, ni recibió la menor herida con los encuentros y choques de unos con otros, llevando todos empleadas las manos con varios instrumentos, en tan confuso tropel.

    Ningun convento de Monjas sufrió el menor ataque: ningun clérigo un insulto: ni ninguna fea maldad, que ordinariamente acompañan á semejantes conmociones nocturnas, se cometió en aquella espantosa noche: antes por el contrario muchas casas estaban abiertas sin que nadie recelara que corriera el saco por ellas.

  • Las bullangas de Barcelona: los religiosos dejan los conventos y las fábricas siguen trabajando

    Con el dia [anterior] cesó la tormenta; pero aun entrando ya el dia quedaron pobladas las calles de numerosa jente que veian pasar los piquetes de tropa y Milicia que la autoridad enviaba á recojer los frailes que habian logrado encontrar un asilo en las casas de los ciudadanos, ó en sus propios conventos; trasladándolos, para su seguridad personal, á los fuertes de la plaza: cerráronse las puertas de ella, sin permitir la entrada á la jente del campo; y se pasó el resto del día con tanta tranquilidad como si nada hubiese ocurrido: ni transitaba mas jénte que la que iba á visitar los estragos, y las numerosas patrullas del ejército y milicia.

    La autoridad civil se limitó aquel dia en mandar que todos los dueños de fábricas y talleres no los cerrasen por ningun pretesto, bajo la mas severa responsabilidad: temeroso sin duda el Gobernador civil de que el ocio no enjendrase nuevas tormentas.

    Las monjas, previo el consentimiento de la autoridad eclesiástica, fueron invitadas á retirarse del claustro, con facultad de alojarse en las casas de sus parientes ó amigos; y pusiéronse fuertes guardias en todos los conventos.

  • Las bullangas de Barcelona: los gobiernos civil y militar amenazan mientras preparan su huida

    Al dia siguiente, 27, el Comandante jeneral de las armas y el Gobernador civil, que en la azarosa noche del incendio se habían mantenido bastante pasivos, si debemos deducirlo de las providencias tomadas, dieron una proclama, en que, despues de pintar la gravedad de los desórdenes, hijos, dijeron, de cobardes ejemplos producidos por el brazo asesino de un puñado de enemigos del orden, que en Zaragoza y Reus acababan de subvertir la sociedad; amenazaron aquellas autoridades en estos términos: «Disposiciones fuertes, enérjicas, sin contemplacion ni miramiento á clases ni personas, se seguirán en breve, y la terrible espada de la justicia caerá rápidamente sobre las cabezas de los conspiradores y sus satélites…. Los malvados sucumbirán del mismo modo por el peso de la ley en un juicio ejecutivo, que fallará la comision militar, con arreglo á las órdenes vijentes. Al recordaros la existencia de aquel tribunal de escepcion, es justo advertiros que iucurriréis en delito sujeto á su conocimiento, si á las insinuaciones de la autoridad competente no se despeja cualquier grupo que infunda recelo á la misma. El arresto seguirá á la infraccion, el fallo á la culpa, y las lágrimas del arrepentimiento serán una tardía espiacron del crimen.»

    Fué esta proclama la precursora del jeneral Llauder, y nadie dudaba que luego de su llegada, despuesde tomadas las convenientes medidas, mandaría cortar la cabeza, militar y ejecutivamente, á aquellos que bubiesen designado los parles de la policía ó las delaciones de sus secretos espías. Al aspecto de tan melancólica perspectiva, el Pueblo se conmovió de nuevo; se reunió delante de su palacio, y dió el grito de ¡muera Llauder! ¡muera el tirano!; y el Jeneral, con parte de la tropa con que babia entrado, se encerró en la misma noche del 27 en la Ciudadela de la plaza, de la que salió al amanecer del 28 para Mataró, desalojando despues el palacio del que sacó todo su equipaje.

    Este fué, á nuestro entender, el primer triunfo qüe consiguió el Pueblo de Barcelona, porque muy pocos de sus habitantes tomaron parte en los acontecimientos de la noche del 25, al paso que nadie ó muy pocos hubo que no tomasen parte en la comun alegría que causó la retirada de Llauder. Y no es nada estraño que fuese público y jeneral el gozo, porque no hay felicidad donde no hay libertad; y no hay libertad donde no se vive bajo el imperio de las leyes: no hay leyes donde el despotismo puede atropellar impunemente al ciudadano, y el déspota no halla contrapeso que le detenga; reina el despotismo siempre que el ciudadano puede ser preso por la simple delación de un malvado y castigado militarmente sin que apenas se le dé tiempo para pensar á su defensa; y por un juicio mas que sumario, en que, para abreviarle, se prescinde de los trámites y formalidades que son la única salvaguardia de la seguridad individual. Estas reflexiones encargamos no las olviden los que lean la relacion de los acontecimientos del dia 5 de agosto.

  • Trasládase el mercado de la Bocaría al local que fue convento de San José

    Trasládase el mercado de la Bocaría al local que fue convento de S. José.

  • Abdicación de María Cristina

    La reine régente Marie-Christine, obligée de donner sa démission à Barcelone, le 12 octobre 1840, à la suite de troubles graves dont la promulgation d’une loi municipale fut la cause ou le prétexte, laissa vacante la tutelle de la jeune reine et la régence du royaume.

  • Bombardeo de Barcelona y entrada Van Halen

    La ville de Barcelone refusant de se rendre à discrétion, le gêneral Van Halen, d’après les ordres d’Espartero, a commencé à la bombarder le 3 décembre au matin. Les insurgés ne s’entendant pas entr’eux, le général a pu y entrer le même jour à 5 heures du soir, à la faveur du désordre. Le lendemain il a publié un bando pour le désarmement de la bourgeoisie. Il paroît que la conduite du vainqueur est loin d’être humaine. On évalue à 600 hommes, la parte que la garnison a faite en tués et en blessés pendant l’insurrection.

  • Washington Irving sobre Barcelona, la opera, el embajador turco, una audiencia con Isabel II, la estupidez y crueldad del conde de España

    I am delighted with Barcelona. It is a beautiful city, especially the new part, with a mixture of Spanish, French, and Italian character. The climate is soft and voluptuous, the heats being tempered by the sea breezes. Instead of the naked desert which surrounds Madrid, we have here, between the sea and the mountains, a rich and fertile plain, with villas buried among groves and gardens, in which grow the orange, the citron, the pomegranate, and other fruits of southern climates.

    We have here, too, an excellent Italian opera, which is a great resource to me. Indeed, the theatre is the nightly place of meeting of the diplomatic corps and various members of the court, and there is great visiting from box to box. The greatest novelty in our diplomatic circle is the Turkish Minister, who arrived lately at Barcelona on a special mission to the Spanish Court. His arrival made quite a sensation here, there having been no representative from the Court of the Grand Sultan for more than half a century. He was for a time quite the lion; everything he said and did was the theme of conversation. I think, however, he has quite disappointed the popular curiosity. Something oriental and theatrical was expected — a Turk in a turban and bagging trousers, with a furred robe, a long pipe, a huge beard and moustache, a bevy of wives, and a regiment of black slaves. Instead of this, the Turkish Ambassador turned out to be an easy, pleasant, gentleman-like man, in a frock coat, white drill pantaloons, black cravat, white kid gloves, and dandy cane ; with nothing Turkish in his costume but a red cap with a long, blue silken tassel. In fact, he is a complete man of society, who has visited various parts of Europe, is European in his manners, and, when he takes off his Turkish cap, has very much the look of a well-bred Italian gentleman. I confess I should rather have seen him in the magnificent costume of the East; and I regret that that costume, endeared to me by the Arabian Nights’ Entertainments, that joy of my boyhood, is fast giving way to the levelling and monotonous prevalence of French and English fashions. The Turks, too, are not aware of what they lose by the change of costume. In their oriental dress, they are magnificent-looking men, and seem superior in dignity of form to Europeans; but, once stripped of turban and flowing robes, and attired in the close-fitting, trimly cut modern dress, and they shrink in dimensions, and turn out a very ill-made race. Notwithstanding his Christian dress, however, I have found the Effendi a very intelligent and interesting companion. He is extremely well informed, has read much and observed still more, and is very frank and animated in conversation. Unfortunately, his sojourn here will be but for a very few days longer. He intends to make the tour of Spain, and to visit those parts especially which contain historical remains of the time of the Moors and Arabs. Granada will be a leading object of curiosity with him. I should have delighted to visit it in company with him.

    I know, all this while you are dying to have another chapter about the little Queen, so I must gratify you. I applied for an audience shortly after my arrival, having two letters to deliver to the Queen from President Tyler; one congratulating her on her majority, the other condoling with her on the death of her aunt. The next day, at six o’clock in the evening, was appointed for the audience, which was granted at the same time to the members of the diplomatic corps who had travelled in company with me, and to two others who had preceded us. It was about the time when the Queen drives out to take the air. Troops were drawn up in the square in front of the palace, awaiting her appearance, and a considerable crowd assembled. As we ascended the grand staircase, we found groups of people on the principal landing places, waiting to get a sight of royalty. This palace had a peculiar interest for me. Here, as often occurs in my unsettled and wandering life, I was coming back again on the footsteps of former times. In 1829, when I passed a few days in Barcelona, on my way to England to take my post as Secretary of Legation, this palace was inhabited by the Count de Espagne, at that time Captain General of the province. I had heard much of the cruelty of his disposition, and the rigor of his military rule. He was the terror of the Catalans, and hated by them as much as he was feared. I dined with him, in company with two or three English gentlemen, residents of the place, with whom he was on familiar terms. In entering his palace, I felt that I was entering the abode of a tyrant. His appearance was characteristic. He was about forty-five years of age, of the middle size, but well set and strongly built, and became his military dress. His face was rather handsome, his demeanor courteous, and at table he became social and jocose ; but I thought I could see a lurking devil in his eye, and something hardhearted and derisive in his laugh. The English guests were his cronies, and, with them, I perceived his jokes were coarse, and his humor inclined to buffoonery. At that time, Maria Christina, then a beautiful Neapolitan princess in the flower of her years, was daily expected at Barcelona, on her way to Madrid to be married to Ferdinand VII. While the Count and his guests were seated at table, after dinner, enjoying the wine and cigars, one of the petty functionaries of the city, equivalent to a deputy alderman, was announced. The Count winked to the company, and promised a scene for their amusement. The city dignitary came bustling into the apartment with an air of hurried zeal and momentous import, as if about to make some great revelation. He had just received intelligence, by letter, of the movements of the Princess, and the time when she might be expected to arrive, and had hastened to communicate it at headquarters. There was nothing in the intelligence that had not been previously known to the Count, and that he had not communicated to us during dinner; but he affected to receive the information with great surprise, made the functionary repeat it over and over, each time deepening the profundity of his attention ; fmally he bowed the city oracle quite out of the saloon, and almost to the head of the staircase, and sent him home swelling with the idea that he had communicated a state secret, and fixed himself in the favor of the Count. The latter returned to us laughing immoderately at the manner in which he had played off the little dignitary, and mimicking the voice and manner with which the latter had imparted his important nothings. It was altogether a high farce, more comic in the acting than in the description; but it was the sportive gambolling of a tiger, and I give it to show how the tyrant, in his hours of familiarity, may play the buffoon.

    The Count de Espagne was a favorite general of Ferdinand, and, during the life of that monarch, continued in high military command. In the civil wars, he espoused the cause of Don Carlos, and was charged with many sanguinary acts. His day of retribution came. He fell into the hands of his enemies, and was murdered, it is said, with savage cruelty, while being conducted a prisoner among the mountains. Such are the bloody reverses which continually occur in this eventful country, especially in these revolutionary times.

    I thought of all these things as I ascended the grand staircase. Fifteen years had elapsed since I took leave of the Count at the top of this staircase, and it seemed as if his hardhearted, derisive laugh still sounded in my ears. He was then a loyal subject and a powerful commander; he had since been branded as a traitor and a rebel, murdered by those whom he had oppressed, and hurried into a bloody grave. The beautiful young Princess, whose approach was at that time the theme of every tongue, had since gone through all kinds of reverses. She had been on a throne, she had been in exile, she was now a widowed Queen, a subject of her own daughter, and a sojourner in this palace.

    On entering the royal apartments, I recognized some of the old courtiers whom I had been accustomed to see about the royal person at Madrid, and was cordially greeted by them, for at Barcelona we all come together sociably as at a watering place. The «introducer of ambassadors» (the Chevalier de Arana) conducted my companions and myself into a saloon, where we waited to be summoned into the royal presence. I, being the highest in diplomatic rank of the party present, was first summoned. On entering, I found the little Queen standing in the centre of the room, and, at a little distance behind her, the Marchioness of Santa Cruz, first lady in attendance…

  • François Arban sube al calesero y segundo aeronauta catalán, Eudaldo Munné, en un globo aerostático para agradecerle su salvación de la población salvaje de San Andrés de Palomar

    Sin embargo del mal tiempo se ha verificado en todas sus partes el programa ofrecido para la ascension del señor Arban con su intrépido compañero el jóven catalan don Eudaldo Munné. La atmósfera se ha presentado cargada todo el dia, de modo que llegaba á temerse que no se verificaria la funcion, mas el deseo que habia por parte del público para presenciar el arrojo y decision del compatricio y el empeño que este manifestaba de llevar á cabo lo que la tenia ilusionado desde muchos dias, decidieron por fin á Mr. Arban á emprender su viaje. Eran las cuatro de la tarde y ya todas las afueras de la parte de mar estaban atestadas de gentío, mientras iba concurriendo á la plaza de toros un sin fin de personas de lo mas escogido de la ciudad. Hecho ya el preparativo de costumbre y arreglado el globo, Mr. Arban ha dado la vuelta por la plaza, como la otra vez, repartiendo ramos, versos y dulces á manos llenas. Luego el valiente compañero, mostrando un admirable espiritu, y despues de saludar al público, que le ha devuelto el saludo con mil entusiastas aclamaciones, se ha colocado en el cesto, sin cubrirse siquiera con el gaban que para guarecerse de la humedad le tenian preparado; y á poco rato, se ha dejado suelto el globo, que con suma rapidez se ha remontado, tomando una direccion N.O.; no obstante, la ascension no ha podido ser á la altura á que llegó Arban el domingo pasado, en razon á que las nubes estaban tan bajas que cubrieron muy pronto el globo, pues que á no ser asi, acaso el viaje hubiera sido muy largo é interesante al mismo tiempo para los aéreos viajeros.

    Al dar la vuelta por la plaza Mr. Arban, varios aficionados á tales funciones le han regalado una corona de laurel que el viajero al remontarse ha arrojado al palco de la presidencia para demostrar asi su gratitud.

    Observado el globo al llegar á su mayor altura con un buen telescopio, y despues que Mr. Arban habia arrojado ya todo el lastre con el intento de remontarse mas, se ha visto que aun á tal distancia y acaso peligroso punto respecto al estado de la atmósfera, Munné con la misma serenidad y gozo que ha mostrado al partir, saludaba á la ciudad y á los habitantes que le admiraban.

    La descension se ha verificado en una viña, sobre el punto donde existió el convento de San Gerónimo de Valle de Ebron, término de San Genis de Horta, á los 50 minutos de haberse remontado. Las primeras personas que han acudido para felicitar á lso dos intrépidos viajeros han sido el señor cónsul general de Francia y su señora que habian salido montados con este objeto, y un capitan de caballería con el piquete destinado á darles proteccion en caso necesario.

    Se han remontado sobre tres mil metros, y despues de haber atravesado la capa de espesas nubes que cubria el horizonte, han disfrutado un sol radiante y puro, que sin embargo no impedia que el termómetro estuviese bajo cero.

    Cuando estaban cerca la tierra una ráfaga de viento les impelió con tal fuerza, que hubieron de temer que se les rompiese la cuerda en que estaba aferrada el áncora; pero agarrado Munné á la cuerda, mientras Arban que tambien le ayudaba en esta tarea, mantenia abierta la válvula, han conseguido saltar á tierra sin mas percance que el de pequeñas escoriaciones y rasguños en las manos.