El coronel Durana.
Consagremos la última página de los recuerdos de la Ciudadela, á la memoria de un militar tan desgraciado como querido de cuantos tuvieron ocasion de apreciar la belleza de las prendas que le adornaban.
La calle de la Union fué á las primeras horas de la noche del 19 de junio de 1855, teatro de un drama horroroso.
Durante el dia pudieron observar los vecinos, á un jóven de unos treinta años, rubio, de arrogante figura, y vestido con elegancia, que sin desamparar el portal de la casa número 21, parecia acechar con particular interés la entrada y piso primero de la casa número 32, en frente de aquella.
Por las maneras del jóven, y por el individuo que en traje de asistente se le acercaba á hablarlo de vez en cuando, se hubiera desde luego tomado por militar al perenne observador.
Su pálido rostro y su brillante mirada, indicaban que algun estraordinario sentimiento le tenia misteriosamente clavado en aquel sitio.
En la habitacion, objeto de su vigilancia, vivia con su hermano y cuñada la baronesa de Senelles, ausentada por algunos dias de la casa y compañia de su esposo, residente en una de las ciudades de la alta montaña, al objeto de pasar la octava del Corpus con su distinguida familia.
La baronesa se hallaba en estado interesante.
Dieron las ocho, hora en que empezaba la funcion en los teatros públicos, y a poco aparecieron en el portal los hermanos de la baronesa.
Esta bajaba mas despacio la escalera poniéndose los guantes.
Casi al mismo tiempo penetró en la casa el jóven que hasta entonces habia estado de centinela en el portal fronterizo, subió algunos escalones, y encontrando en la primera meseta á la infortunada baronesa,
—Toma, infame,—le dijo asestándola una terrible puñalada, que la derribó contra la reja de hierro que en aquel paraje se halla.
—¡Ah! ¡favor! ¡socorro!—pudo apenas gritar la infeliz.
El asesino no cesaba de ensañarse en su victima, sepultándole en el cuerpo hasta trece veces el puñal homicida.
A los gritos desesperados de los hermanos de la baronesa, acudieron algunos milicianos y vecinos.
Penetraron los primeros don Francisco Lladó, don Miguel Coll y don José Casas y Cortés, cabos aquél y éste, y sargento el segundo del cuarto batallon de milicia, quienes hallaron al matador, contra el cual apuntó Casas el fusil, contemplando como enagenado á la ya exánime señora, y teniendo aun en una mano el arma ensangrentada y en la otra un rico abanico roto y un pañuelo blanco.
El rostro, las manos y el vestido del matador estaban manchados de sangre.
No se inmutó el criminal a la órden de alto. Manifestó que habia herido á aquella mujer deliberadamente y con la mayor premeditacion. Levantó los brazos para que su aprehensor le registrare los bolsillos y se convenciere de que no llevaba otras armas, y dijo que estaba dispuesto á seguirle á donde quisiese llevarle.
Como otros de los milicianos que habian ido acudiendo se dispusiesen á asegurar al asesino,
—No hay necesidad de ello,—les dijo—respeten Vds. al menos mi calidad, en la conviccion de que no he de oponer resistencia alguna. Me llamo Blas de Durana y soy coronel del quinto batallon de cazadores de Tarifa.
Era hijo del bizarro brigadier que supo hallar gloriosa muerte en la famosa batalla de Peracamps, y hermano de militares no menos distinguidos del ejército español.
El instrumento del delito era un puñal ordinario, que tenia la figura de un cuchillo de monte, con vaina de cuero. La punta estaba algo torcida de resultas de la violencia de los golpes.
Acompañado por uno de los alcaldes constitucionales, y escoltado por numeroso grupo de milicianos armados y pueblo, fué conducido el delincuente por la calle de Fernando, á las casas Consistoriales.
Su victima, que habia dejado de existir á los quince ó veinte minutos, fué al dia siguiente estraida de la casa mortuoria y conducida al cementerio, en medio del general sentimiento de dolor por su desgracia y de indignacion contra el que la habia causado.
Llegó Durana á las casas Consistoriales en el momento en que se verificaba el relevo de la guardia de este punto, saliendo la artillería y entrando los zapadores.
Como aun no estaba hecha la entrega, el capitan de artilleria don Francisco Soler y Matas se hizo cargo del preso. Al encerrarlo, el carcelero pasó á registrarle, y no encontrándole ninguna arma, enseñó el reloj y dinero que solo llevaba en el bolsillo.
Habiendo manifestado el capitan Soler que un preso no podia conservar nada en poder suyo, respondió Durana:
—Está bien; mas antes que entregarlo al carcelero, quiero hacer un regalo de todo lo que poseo al caballero capitan, para que conserve de mi este recuerdo; pues yo ya sé la suerte que me aguarda.
Escusóse el capitan, diciéndole que no lo admitia sino en clase de depósito, y que se lo devolveria al hallarse en mejor situacion; pero fué tal la insistencia del preso, delante de las varias personas que habia alli reunidas, que el capitan se vió precisado á aceptar el reloj y leontina de oro, un lente, y diez y seis duros y medio en varias monedas de oro y plata; todo lo que se le obligó despues á entregar al fiscal.
El 20, á las seis y media de la mañana, fué conducido el desgraciado coronel á la Ciudadela, en un coche donde iban tambien tres mozos de la Escuadra.
Con una celeridad de que hay pocos ejemplos, instruyóse el sumario, recibióse al acusado la confesion con cargos, estendió el fiscal la acusacion, pidiendo la última pena, y á los dos dias ya habia sido remitida ia causa en consulta al tribunal Supremo de Guerra y Marina.
A las seis de la tarde del 24, en la sala de visitas del palacio de la Capitania general, con todas las formalidades de estilo y á presencia de muchas personas, fué leida y publicada por el general Zapatero, la sentencia del juzgado del tribunal de la Auditoria de guerra, en virtud de la que se condenaba al coronel Durana á la pena de muerte en garrote vil, como autor del asesinato premeditado y alevoso, sin ninguna causa atenuante, perpetrado en la noche del martes, en la persona de doña Dolores Parrella de Plandolit, baronesa de Senelles.
Se le impuso además una indemnizacion de seis mil reales vellon,—que fué aceptada,—para los hijos de la victima, y el pago de todas las costas del juicio.
El procurador don José Condeminas apeló en el acto, en nombro de su defendido, del fallo que acaba de leerse y notificarse.
Acto continuo el escribano don José Cantallops, con los demás dependientes del tribunal, se trasiadó al calabozo que ocupaba el procesado en el primer piso de la torre de la Cindadela, y á presencia de los mismos, del ayudante de aquella plaza y del oficial de la guardia, le notificó el fallo que acababa de pronunciarse.
Durana, que habia recibido corlesmente á todas aquellas personas, oyó la lectura de la sentencia con admirable serenidad, y con pulso seguro, suscribio la diligencia de notificacion, manifestando tan solo sentir la clase de suplicio que se le imponia.
—He sido soldado—añadio—desde los primeros años de mi vida, y hubiera deseado acabar como tal mi existencia, pues no me amedrenta la muerte.
Con todo, esta vez negó que hubiese obrado con la premeditacion que se suponia, pues quiso haber ejecutado el crimen en un momento de arrebato.
Antes de terminar junio, fué trasiadado al castillo de Monjuich, por temor de que lograse evadirse, y considerando que, confiada su guarda al cuerpo de artilleria, habia de estar en mas seguridad que si continuase custodiándolo el arma de infantería, en la que podia contar el procesado con muchas amistades.
Mas Durana desechó siempre toda idea de fuga. Solo habia pedido á sus amigos un veneno que llevaba constantemente en el bolsillo, para tomarlo cuando se perdiese toda esperanza de salvacion legal.
Los que se lo dieron, luciéronle dar sin embargo palabra de no hacer uso de él hasta recibir una carta encabezada con una cruz.
En el castillo se le tuvo al principio en la mas rigurosa incomunicacion, pero despues se le permitio pasear por la muralla, bajo la responsabilidad de los oficiales de artilleria que le acompanaban.
La causa en la que se condenaba á Durana á la pena demuerteen garrote vil, con arreglo al articulo 89 del código penal, y demás accesorias, llegó el 27 de junio al Tribunal Supremo, que la pasó para el apuntamiento al relator, quien la devolvio el 29, en cuyo dia la recibio el letrado defensor D. Paciano Massadas.
Este digno letrado y dipuiado á córtes—aunque no conocia al coronel—por uno de esos nobles impulsos, dignos de corazones elevados en el ministerio de la abogacia, aceptó el encargo de patrocinarle.
Concediosele el término de veinte y cuatro horas, dentro de las cuales presentó la defensa, articulando por otrosies la prueba de que con intervalos de mayor ó menor tiempo, Durana tenia accesos de locura, comprobada por actos estertores en sus gestiones, asi públicas como privadas; y que de resultas de su ardiente pasion por la señora doña Maria de los Dolores Parrella, los celos le escitaron la locura, no obstante que dicha desgraciada señora no le correspondia, ni se presumia le hubiese dado motivos de esperanza.
Esta prueba fué denegada, previa audiencia del fiscal.
El defensor suplicó, se admitió este recurso, que fué mejorado en horas, evacuado el traslado al fiscal, y sin que precediera vista publica, citacion ni señalamiento, se confirmó con costas el auto suplicado.
El abogado defensor, impulsado por su celo, reclamó la nulidad de esta providencia, y el Tribunal, dando una prueba de grande rectitud, y con sacrificio hasta del amor propio, si se quiere, dejó sin efecto la providencia confirmatoria con las costas de la denegacion de pruebas, y dió lugar á la vista pública que sobre este incidente se verificó.
Leida la relacion, hecha por el señor Zurbano, tomó la palabra Massadas, y en un discurso de buenas formas, y nutrido de doctrina juridica, trató de demostrar que Durana habia tenido durante el curso de su vida varios accesos de locura, citando entre otros el de haber mandado rapar la cabeza á los soldados de su compañia en la espedicion de nuestro ejército á Italia, por cuyo hecho fué separado del mando por el general de la division Fernandez de Córdoba. Añadió el defensor que, salva la honra de la desgraciada baronesa, los celos de que estaba poseido el don Blas, produjeron el desarreglo mental de que friamento y en otros actos habia dado el coronel evidentes muestras.
El señor Massadas dirigió su peroracion á manifestar tambien, que la prueba propuesta no era igual ni contraria á la de primera instancia, y asimismo procuró evidenciar que era procedente, mejorando una alzada que habia sido admitida en el efecto resolutivo.
El fiscal de S. M. no asistió á la vista.
A la una y media de la tarde se notificó al procurador del procesado el nuevo auto confirmatorio de la denegacion de prueba. No satisfecho el defensor con los esfuerzos practicados, aunque vanamente, en el desempeño de su noble ministerio, insistio todavia en la práctica de las diligencias de prueba pedidas, y otras sobre nuevos hechos que acababan de llegar á su noticia, bien admitiéndosele otro recurso de súplica, ó para mejor proveer.
Referiase Massadas á ciertos documentos, que en su creencia habian de arrojar alguna luz para mejorar la condicion del reo.
Pucos momentos despues le fué notificado el señalamiento del punto definitivo, del cual pidio el abogado suspension.
Al mismo tiempo la madre y los hermanos del coronel, profundamento afligidos, no cesaban de implorar gracia y perdon para el reo, ínterin la accion de los tribunales proseguia su marcha con la rapidez propia de tan grave suceso, que tenia justamente estremecida la conciencia pública, llenando de dolor y amargura dos familias apreciables, la de la desgraciada victima y la de su ciego sacrificador.
La sentencia de muerte fué confirmada.
El 12 por la tarde, fué bajado el reo del castillo, y vuelto á conducir al primer piso de la torre de la Ciudadela, en donde á las seis y cuarto se le notificó el fallo del Supremo Tribunal.
Oyó la lectura silenciosamente, y firmó luego con mano segura, tambien sin proferir palabra, la triste diligencia.
Despues se lamentó, como siempre lo habia hecho, de la clase de suplicio que se le imponia, manifestándose pesaroso de no poder terminar sus dias de un modo mas conforme al noble ejercicio de las armas.
Tan luego como se constituyó en capilla, admitió los ausilios espirituales de los párrocos castrenses, escusándose de recibir á otras personas y tambien á los hermanos de la Paz y la Caridad.
Estos sin embargo, cumpliendo con los deberes de su benéfica institucion, permanecieron coustantemente junto á la torre, para poder acudir con mas oportunidad cuando se les necesitase.
Precisamente se habia acordado que no salieran las campanillas á recorrer las calles de la ciudad pidiendo por el reo, y que no asistiese á la ejecucion la congregacion de la Sangre; pero si que se celebrasen las demás ceremonias religiosas, propias de tan tristes actos, corriendo los gastos de cuenta del infeliz Durana, y tambien la devota funcion religiosa que siempre acostumbra á celebrar en la iglesia del Pino la Real Cofradia de los Desamparados.
El coronel pasó el dia 13 tranquilo y resignado con su suerte.
Varias veces se reconcilió con los sacerdotes que le acompañaban, y se confesó.
Las horas que le dejaban libres sus deberes religiosos, las empleaba escribiendo, otorgando testamento y conversando con diferentes personas.
Tambien quiso que se le sacase el retrato al daguerrotipo, para legar este último recuerdo á su desconsolada madre.
El reloj y lentes que á su instancia se le habian devuelto, quitándosele sin embargo á aquél el cristal, fusron legados á su hermano don Marcelino.
Al piquete que debia escoltarle, dejó una onza, y varias monedas á otras personas.
Para las siete de la tarde ordenó que se le trajese de la fonda la comida, y manifestó el deseo de tener á la mesa á varios amigos.
Sin embargo, solo le acompañaron en ella los dos sacerdotes y el oficial de la guardia y capitan del 9 de Soria, don Ramon Figuerola.
Con éste habló largo rato hasta las diez de la noche en que lo dijo que deseaba descansar. Animóle con algunas copas de Jerez, lo abrazó con efusion, y se dispuso para acostarse, prescribiendo al centinela que cuidara de cumplir con su deber.
Entonces fué cuando, recatándose de los capellanes que no le habian dejado, quitó el lacre del pomo que encerraba el veneno, cubrióse el rostro, tragó el tósigo de muerte y se estiró en la cama encomendando su alma al Criador.
A las cuatro de la madrugada del 14, en que debia tener lugar la ejecucion, levantóse uno de los párrocos para decir la misa.
Durana parecia profundamente dormido.
Acercóse el capellan á su cama.
El coronel se agitó en aquel instante presa de una terrible convulsion.
Su rostro estaba amoratado.
—¡Este hombre se muere! gritó el capellan despavorido. Todos acudieron al lecho del moribundo.
Aun habia tiempo para administrarle la Estremauncion.
No parecia sino que esperaba aquella pobre alma este último ausilio para desprenderse del cuerpo y remontarse á las eternales regiones de lo infinito.
Con la velocidad del rayo se dió aviso al auditor de guerra, al capitan general y á las demás personas á quienes importaba tener conocimiento del suceso.
Llamóse tambien á algunos facultativos, que sangraron y suministraron á Durana ausilios ya ineficaces.
Dos cartas se encontraron junto al cadáver.
La una era sobre asuntos particulares, y en la otra, despues de varias protestas y reflexiones, decia que no se culpase á nadie de su muerte, pues que él mismo se la habia dado por medio de un veneno que desde mucho tiempo tenia prevenido, á fin de evitar la infamia del patibulo.
Sin pérdida de momento se presentó el auditor con el tribunal para proceder á la formacion de las oportunas diligencias, dando las órdenes convenientes para que se llevase á efecto la ceremonia de la ejecucion de la sentencia.
A la hora prefijada (las 8) estaba formado el cuadro en el glácis de la Ciudadela.
A las ocho y cuarto empezó á salir para el lugar del suplicio el funebre acompañamiento.
La sentencia iba á ejecutarse en un cadáver.
Los restos del desgraciado Durana, cubiertos con la hopa negra, eran llevados en camilla destapada por cuatro presidarios.
Estos mismos subieron el inerte cuerpo del coronel al funesto cadalso y sentáronlo sobre la fatal banqueta.
El ejecutor cumplio en seguida con su triste ministerio.
Un silencio aterrador reinó en el gran gentio que habia acudido á presenciar la ejecucion.
Hasta el medio dia permanecio el cadáver espuesto á la pública espectacion. Despues de esta hora las hermanas de la Cofradia de te Virgen de los Desamparados le vistieron el escapulario, y colocándole en un coche fúnebre, le acompañaron al cementerio, seguidos de los facultativos que verificaron la autopsia.
El infortunado coronel se» habia envenenado con cianuro mercúrico.
Tal fué la suerte de un jóven de distinguida familia, que á la temprana edad de treinta años, acababa de alcanzar en el ejército el grado de coronel, habiendo adquirido por sus servicios varías cruces militares y desempeñado honrosos cargos.
La pasion del amor le estravio como á tantos otros.
Antes de morir pidio perdon á la familia agraviada, y á duras penas la obtuvo del ofendido esposo.
No hay duda que seria mal correspondida esa pasion cuando á tal estremo arrebató á Durana el desvio de la noble dama de sus pensamientos. Por lo menos el desgraciado dejó siempre ileso el honor de la baronesa de Senelles.
La continua persecucion con que a esta señora molestaba de mucho tiempo fué causa de que á instancias de la misma ó de su esposo se le desterrase á Lugo por el capitan general de Cataluña.
Esta órden exaltando el resentimiento del coronel Durana, le condujo, probablemente, al asesinato y al patíbulo.