Murió en Barcelona el insigne vate catalán mosén Jacinto Verdaguer, admirado autor de La Atlántida. Al conocer la noticia, resolví acudir a su entierro, y, previa consulta con Sagasta, tomé el tren para Barcelona sin tiempo para preparar el equipaje; tanto, que, para asistir a la fúnebre ceremonia, hube de pedir prestada a un amigo su levita. Conocido esto por los periodistas, dió lugar en la prensa catalana a más de una punzante ironía.
Inmensa muchedumbre había acudido a las Ramblas para presenciar el paso de los restos mortales de uno de los poetas más grandes de la España contemporánea.
Iba yo presidiendo el duelo [era entonces ministro de Instrucción pública y Bellas Artes] y percibí a mi paso frases y actituded reveladoras del ambiente hostil para cuanto representaba el Poder central. En aquellos días comenzaban los pródromos de avasalladora campaña autonomista.
Volví del viaje descorazonado, comunicando a Sagasta mis impresiones; los optimismos traídos un año antes de Tarrasa se habían desvanecido por completo. Es tan intensa y tan complicada la vida de la región catalana; tiene un ritmo tan distinto de la del resto de España; es su alma tan compleja, que no es extraño hayan pecado los gobernanates españoles por una total incomprensión de los problemas allía plantados.
Al contemplar en la hora presente la forma simplista con que han sido al parecer resueltos, y al reconocer que nos hallamos ante un período de tranquilidad material innegable, cabe preguntar si lo que creíamos problemas hondos, de solución difícil, eran producto imaginativo de una gran parte de los catalanes influyendo sobre el alma medrosa de los gobernantes, o si, por lo contrario, siguen en pie, siendo esta calma sólo aparente, períodos de coma en la vida espiritual de Cataluña… El tiempo dirá.
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