La Jamancia: falta carne, asesinatos, una huida

(Miércoles)

Hoy á las seis de la mañana la Ciudadela ha disparado cuatro metrallazos contra los centralistas de la linea del Borne que la habian estado molestando toda la madrugada con su tiroteo: unos y otros han cesado del todo, y en lo restante del dia no ha vuelto á oirse ningun otro tiro.

A noche el capitan de la compañia suelta D. Juan Muns ha mandado fusilar á dos individuos de su compañia por haberles encontrado robando en un piso de detrás de las casas de Xifré.

Tambien anoche asesinaron en la calle de la Leona á un Sereno llamado José Negre. Se dice que de los agresores, que son cuatro y que están ya presos, los dos habian estado á presidio, y los otros dos llevaban una vida muy relajada.

Hoy ha escaseado mucho la carne por haber sido poca la que se introdujo ayer.

Comentarios

Una respuesta a «La Jamancia: falta carne, asesinatos, una huida»

  1. Avatar de Alberto Pernales
    Alberto Pernales

    [ref2630]:

    Con qué ansia esperaríamos el día posible de nuestra salida, no es para contado, sino para presumido. Al fin llegó, ya restablecida mi Madre de sus dolencias; y era urgentísimo abandonar la Ciudad, porque, desde el nutrido fuego del 20, todo hacía temer un próximo y horroroso asalto. Primer, para salir, necesitábamos un pase, que nos dió, de su puño y letra, D. Rafael Degollada, el Presidente de la Junta. Con cuyo interesante documento nos pusimos en marcha todos los de la familia y un par de criados hacia la puerta del Ángel, el día 25 de Octubre á las diez de la mañana. Allí nos esperaba una sorpresa cruel. Montaba la guardia una sección de la Blusa, con un oficial de malísima traza, pecoso, mal carado y ojos á la sombra. Tomó el papel escrito por Degollada, dióle cien vueltas, y mirándonos con aire despreciativo, nos dijo que era un papel mojado. «Mirad cómo habláis,» le contestamos; mas él, sin inmutarse, replicó que Degollada era un mentecato; y que yo no podía marcharme, porque, como mayor de diez y siete años, debía estar incluído en el alistamiento. Aquí fué mi enojo: no tenía yo diez y siete años, sino quince; y, aunque hubiera tenido veinte, me sonreía poquísimo la idea de ponerme á las órdenes de la Blusa. Tuvimos que escurrir el bulto, y encomendándome á mis pies, busqué la salida por la puerta de San Antonio al otro lado de la población; donde reunidos tropezamos con un Jefe fino, atento y como súbdito de la Junta, menos autonómico que el capitán e gorro colorado.

    Ya hemos cruzado la puerta: ya vamos atravesando el puente levadizo: ya tocamos al segundo rastrillo, al foso, al contrafoso, al glasis: ya estamos en campo raso. ¿Somo libres? Todavía no: aquí es cabalmente donde Cristo empieza á padecer. Para llegar á Sans tenemos que recorrer, á pie y á pecho descubierto, una distancia de más de seis kilómetros. No se ve un alma. En la Cruz cubierta, á unos cuatro kilómetros, están las avanzadas del ejército sitiador, mandado por el General D. Laureano Sanz. Detrás hemos dejado las murallas coronadas de voluntarios que suelen matar el tiempo andando á tiritos con la tropa. ¿Nos mandarán algún confite esos bárbaros? ¿nos tomarán por blanco de sus carabinas? Adelante, pero sin correr: entonces nos cazarían creyéndonos desertores. Entre mi Padre y yo vamos, no llevando, sino arrastrando á mi Madre. Se le doblan las piernas: hay que sostenerla, hay que animarla, hay que distraerla. Si silba alguna bala, hagámonos los desentendidos para no alarmar á la pobre señora. Los criados tienen ya bastante con el peso del equipaje.

    Hemos llegado á las avanzadas de Sanz. ¿Quién vive? España. ¿Qué gente? Paisanos. Nos destacan cuatro soldados y un cabo. ¡Maldición! Ahora recuerdo que Degollada ha dado á mi Padre, con el pase, una carta para un individuo de la familia del Presidente. ¡Si registran á mi Padre y le encuentran la carta de Degollada! No nos registran: nos hemos salvado: acabó la amarga serie de desventuras.

    Encontramos el pueblo de Sanz atestado de gente. Nos reciben con una verdadera ovación: nos abrazan, nos besan, nos matan á mimos.

    Todo el mundo quiere tenernos á comer. Eran las cinco de la tarde y desde las seis de la mañana no había entrado en nuestro estómago más que una jícara de chocolate. Comimos ¿qué digo? devoramos. Recuerdo que me dí tal atracón de higos que llegué á perderles la afición.

    Era nuestro intento irnos en derechura á la costa de Levante. Antes de poner por obra este designio, necesitábamos un carruaje. ¿Carruaje? Imposible. Coches, carros, caballerías, todo lo tenía embargado la tropa. En tal conflicto, á duras penas pudimos pescar un mal tartanucho que nos llevó al Masnou por la módica suma de 120 duros.

Deja una respuesta