Categoría: Joaquín María Sanromá Mis memorias

Sanromá////Joaquín María//// //// //// //// ////1887////Mis memorias//// //// ////Madrid////Tip. de M.G. Herna?ndez

  • Aprobada una reforma arancelaria que daña las exportaciones andaluzas para conservar el mercado interno de los algodoneros catalanes y los terratenientes trigueros castellanos

    De fábricas y fabricantes me suenan, así como á gran distancia, algunos nombres: Domingo Serra, Vilaregut, Escuder, Juncadella, Alexandre, D. Juan Güell y Ferrer, á quien mis paisanos decretaron una estatua que tendrá, supongo, las narices tan largas como las poseía en vida el ilustre campeón del proteccionismo. Fundición, maquinaria, sedería, paños; pero el rey algodón era quien privaba. Había el fabricante gordo y el pegujalero: de éstos se conocían algunos en la calle de San Pedro, con tres ó cuatro telarcicos antiguos, viviendo al día y atando los dos cabos. Las fábricas grandes estaban desparramadas por toda la población, del barrio de San Pedro al barrio de San Pablo; también en Sans y en otros sitios de las cercanías.

    Vivían los fabricantes [barceloneses] en una perpetua bienandanza encerrada en unos aranceles y en una lógica. Los aranceles eran aquellos draconianos de 1840 que os prohibían hasta mirar con buenos ojos al extranjero. La lógica se reducía á lo siguiente: sin aranceles no hay fabricante, sin fabricante no hay ciudad, sin ciudad no hay Cataluña; luego para ser catalán hay que empezar pidiendo la venia al fabricante. Con esto, con un buen General, con un buen Jefe político, con algunas plazas en el Ayuntamiento y en la Diputación provincial, los señores del algodón empezaban á hacerse indiscutibles; y, desembarazados de guerras extrañas, tenían el campo por suyo, confiados en que nunca había de acabárseles el pan de la boda. Además, por si acaso á algún pícaro madrileño ó á algún extraviado Ministro de Hacienda se le antojaba escurrirse con pinitos libre-cambistas, se hacían representar en la Corte por comisionados especiales, sin perjuicio de Madoz, que sacaba el Cristo en el Congreso. Todavía remacharon el clavo, creando en 1847 la Junta de fábricas y en 1848 el Instituto industrial: corporaciones ambas utilísimas si, en lugar de hacerse batalladoras y de acusar, más tarde y más de una vez, instintos separatistas, se hubiesen limitado, como rezaban los respectivos estatutos, la primera á armonizar los intereses de todas las clases industriales, y el segundo á reunir, en un punto céntrico, todos los elementos de instrucción y perfección que para la ilustración mutua puedan alcanzarse. De letrado consultor tenían los fabricantes á D. Juan Illas y Vidal, hombre de grande ingenio y travesura, á quien comparábamos con Thiers por lo chiquito y lo expedito de lengua; y habían designado para representarles en la Cámara, como legado à látere, á don Tomás Illa y Balaguer, persona de mucha autoridad y antiguo industrial retirado de los negocios. Mi excelente amigo D. Tomás perdió el pleito en 1849, cuando se hizo la primera reforma arancelaria. Recuerdo que terminó su último discurso diciendo con Francisco I: «Todo se ha perdido menos el honor.» El honor fué lo que menos perdieron: díganlo los progresos de la industria catalana, precisamente desde la reforma de 1849.

  • Prim escapa de linchamiento por la Junta Central; más recuerdos de la Jamancia

    No satisfacían á la Junta de Barcelona los propósitos del Gobierno de Madrid. Querían Junta Central á todo trance, según la promesa de Serrano. Negáronse á todo concierto, y nada fué capaz de torcer su intento: ni el anuncio de que se convocarían nuevas Cortes, ni el de que se propondría en ellas la declaración de mayor edad de la Reina, ni el nombramiento de Prim para el cargo de Gobernador militar de Barcelona. Creyóse este nombramiento simpático para los catalanes; pero en seguida se le pusieron en frente á Prim el batallón de la Blusa y los Voluntarios, por más que trató de reducirlos á la obediencia, arengándoles en la esplanada de Atarazanas. Fuí testigo de aquella escena desde la Muralla del mar. Eran las cinco de la tarde del I.º de Setiembre. Los batallones estaban formados en masa, dando frente al sitio donde nos hallábamos los espectadores. No se oía ni una mosca. Prim, recién ascendido á brigadier, se presentó con uniforme de diario; levita cerrada, entorchaditos de plata y bastón de mando. Da un par de vueltas entre filas, y se encara con los Voluntarios. Estaba pálido, convulso, pero sereno, firme la mirada. De repente levanta el bastón en alto y dice con voz solemne: ¡Voluntarios! ¡la Patria peligra! No pudimos oír más. Se armó un gran estrépito; las filas se rompieron, las culatas hirieron el suelo, los cañones de los fusiles brillaron movidos en varas direcciones. Temimos una descarga, que por fortuna no vino. La muralla quedó despejada y Prim desapareció de nuestra vista. Supe después que á duras penas había conseguido, á favor del tumulto, salir de Atarazanas para trasladarse á la Ciudadela con las demás Autoridades que de Madrid dependían. Desde aquel punto la Ciudad quedó abandonada á la Junta, que se renovó con elementos más acentuados.

    Ensoberbecidos con aquel triunfo, lograron afirmar su dominación los de la Junta, y entonces empezó para Barcelona aquel desastrado período de desdichas y anarquía que duró hasta últimos de Noviembre de 1843: bien cerca de tres meses.

    Las dos terceras partes de la población emigraron en el acto. Nosotros tuvimos que aguantar la mecha por bastante tiempo, durante cincuenta y cuatro días. Fué en un principio para arreglar algunos asuntos; después porque mi Madre cayó enferma, postrada por una dolencia, efecto de tanto disgusto, de tanto sobresalto, que acabaron por quebrantar su espíritu y su cuerpo. De los cincuenta y cuatro días, ni uno solo pasó sin que oyésemos un vivo cañoneo desde el alba hasta anochecer, ni uno solo en que no llevaran por mi calle docenas de camillas con muertos y heridos. Pero algunos se señalaron más especialmente por el estrago y las matanzas. Tales fueron el 7 de Octubre, en que los sublevados intentaron tomar la Ciudadela, y tales, sin interrupción, desde el 20 al 24 del propio mes, cuando todos los Fuertes ocupados por tropas del Gobierno vomitaron á porfía sobre la plaza bombas, granadas y metralla. Entonces las parihuelas no pasaban por docenas, sino á centenares.

    Había que tomar un partido para matar el tiempo, y ese fué salir todas las tardes á brujulear un rato por las cales; acompañábame mi Padre ó un amigo, el cónsul de Prusia, joven alemán muy instruído, que chapurreaba el castellano, y cada vez que silbaba una bala de cañón, decía, dando una patada en el suelo: es un silbido infame. En estos paseos nos arriesgábamos bastante, porque ya nos íbamos acostumbrando al peligro y no nos dejábamos vencer del miedo. Un día, pasito á paso, fuimos llegando hasta un camino cubierto que habían practicado los insurgentes en la primera rampa de la Muralla del mar. En el momento de pasar nosotros, un proyectil de la Ciudadela vino á derribar parte del muro de contención, sepultando entre la ruinas á un joven de la Blusa, que estaba de centinela. Sólo un pie quedó fuera. Lastimados de este espectáculo nos retiramos; pero otro día diónos la humorada de deslizarnos por los Cambios, hasta las callejuelas contiguas á la plaza de San Sebastián; allí las tropas, desde el Muelle viejo, se tiroteaban con los Voluntarios colocados en las ventanas. En cada bocacalle había un pelotón dispuesto á hacer fuego. No me explico cómo pudimos librarnos de un balazo, y aun tuvimos la santa calma de pararnos en una esquina para preguntarle á un arrapiezo de fusil y canana si tenía miedo. Naturalmente, de estas cosas no chistábamos palabra á mi Madre, que, á saberlo, hubiera salido á disgusto. Pero, ¿qué había que hacer? ¡Es tan aburrido vivir en una plaza sitiada!

    En honor de la verdad, tales calaveradas se repitieron pocas veces. Lo más común era sentarnos en alguna tienda, de nuestra calle ´de las vecinas, y esperar el desfile de las camillas, por si había alguien á socorrer en el barrio. Si queríamos estirar las piernas, avanzábamos hasta la Rambla, en traje de toda confianza, zapatillas, bata y creo que en mangas de camisa, porque, á la verdad, la sociedad que habíamos de encontrar, sin distinción de aliados y enemigos, no exigía mayores etiquetas. La Ciudad desierta; únicamente, y á todas horas, circulaba patrullas, retenes ó pelotones sueltos de ciudadanos de la Blusa, con aire matón, torva mirada y caras de vinagre. Habían tomado estas fuerzas el nombre de Camancios ó de la Jamancia, según dicen, del verbo jamar, que equivale á comer, en germanía. Sobre la blusa azul, que era la prenda reglamentaria, Jefes y Oficiales ostentaban los distintivos é insignias militares. Los rasos usaban fusil, ó carabina ó trabuco, y en el cinto la canana, un par de pistolas y un puñal bien afilado. Pantalón gris, dejando al desnudo media pierna; alpargatas, gorro encarnado con borla negra, y casi todos barba Luchana, ó sea bigote caído y unido á la perilla. Burlábanse de los proyectiles, haciendo diario alarde de arrancar las espoletas. En el Fuerte del Mediodía y en el ataque de la Ciudadela se acreditaron de valerosos hasta la temeridad y, en ciertos momentos, hasta el heroismo. A modo de condecoración, muchos de ellos lucían en el pecho una paella ó sartencíta de plomo, que correspondía á su terrible grito de guerra: madurs á la paella moderados á la sartén). Era el trágala ó el ça ira de aquellos alborotadores. También cantaban himons patrióticos de su invención. El más popular era el que terminaba con el siguiente estribillo:

    Chim, chim, chim,
    Viva la Junta, viva la Junta;
    Chim, chim, chim,
    Viva la Junta y morí en Prim.

    Yo, que estaba leyendo entonces, con más interés que nunca, la historia de la Revolución francesa, encontraba en aquellas escenas algo como una pequeña reproducción de la época del Terror, afortunadamente sin la guillotina. Algunos furiosos corrían sueltos por las calles, blandiendo enormes sables y dando á discreción vivas y mueras; y entre ellos se distinguía un localis que campeaba de valiente y se cosió en las mangas los galones de teniente coronel, no sé si dados por la Junta ó improvisados á capricho. Holgábame yo mucho con hacerle charlar, y cualquiera que me hubiese visto mano á mano con tan extraño personaje, creyera de fijo que me estaba ensayando en el oficio de descamisado, para el cual, y Dios me lo perdone, me he sentido siempre con poquísima vocación, apesar de mis ideas avanzadas.

    Entre tantas miserias, lo que más de cerca nos afligía era la escasez de víveres. Pagábamos 30 reales por una gallina; la vaca y la ternera andaban por las nubes; el vino lo acaparaban los de la Blusa. Estábamos á ración de pan, porque no había provisión de harinas.