Mañana fresca y hermosísima; día de Reyes. Semidormido, imágenes enormes y coloreadas palpitan sobre mí, como mariposas gigantes. Tía Pilar se inclina sobre la cama y deposita en la almohada un objeto reluciente, un revólver. Su gatillo percute como nuevo, su tambor gira a cada disparo. Más que ninguno, he deseado este juguete. Y, de pronto, lo tengo en mis manos, frío, pesado, verdadero.
–Cuidado -me advierte mi tía-. No lo dejes caer al suelo. Se rompería, es de hierro colado.
Me deja. Ahora estoy solo en la sala, los pies descalzos sobre las baldosas. Absorto, aprieto el revólver en la mano, y en mi cerebro resuenan, como una admonición de cuento, las palabras de mi tía. Casi sin darme cuenta, abro la mano, y el revólver se desliza hasta el suelo. Un choque: el revólver se parte en tres pedazos. Yo permanezco quieto, sin decir palabra ni variar de rostro, mirando los pedazos. Distingo claramente los ruidos de la calle; suenan, alegres, tambores y trompetas, gritos excitados; es el día de Reyes. Mamá y tía Pilar han entrado en el cuarto, han visto el revólver partido en tres pedazos, y me han visto a mí, mirando al suelo, tan serio y tranquilo. Cuchichean entre sí, maravilladas:
–Fíjate… Se le rompió el revólver.
–Está asustado. Sin saber qué decir.
–Aún tiene el corazón dormido.
–Pobrecito… Con la ilusión que él tenía.
Hablan entre ellas como si yo no estuviera allí, como si estuviese lejos. ¿Cómo explicarles la extraña sensación que tengo?
Ellas creen que el revólver se me ha roto involuntariamente. Hay varios juguetes más por el cuarto. ¡Hermosura del día de Reyes! Más que ninguno, yo deseaba ese juguete. Suenan, alegres, trompetas y tambores. Y el revólver está roto en tres pedazos.
Llenas de lástima, mamá y tía Pilar me acarician, me aseguran que me comprarán otro igual que ése. Casi me zarandean, como si quisieran despertarme.
Ajeno a su solicitud, yo callo, ocultándoles la verdad, en tanto noto que esa curiosa sensación de diferenciamiento, de separación de los demás, va creciendo y creciendo en mi interior, como una cortina que se corriera lentamente.
Categoría: El niño asombrado
Rabinad////Antonio//// //// //// //// ////1967////El niño asombrado: una novela//// //// ////Barcelona////Seix Barral
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Reyes 1936
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El instante detenido
Cae en mis manos una vieja foto de la clase. La foto está tomada de modo que salga el profesor, al fondo, de pie sobre la tarima. Se ven, en primer término, los pupitres al revés, enseñando sus cajones llenos de papeles. Los niños, desde sus sitios, han vuelto las caras hacia atrás, mirando la máquina del fotógrafo; toda la clase es una sonrisa estática; la presencia del invisible fotógrafo, donde convergen sonrisas y miradas, es impresionante. Ahí están todos los alumnos; yo podría citar todavía el nombre de todos; Pujol, Calabuig, Milán, Sabater, Ayza, Revérter… En la pizarra, el alumno más aplicado, el que ocupa siempre el primer puesto, ha trazado el principio de la lección de Ciencias: «Todos los cuerpos son pesados». Aún puede verse su brazo en el aire, detenido un segundo, mientras vuelve su cara pegada al encerado en la misma dirección de todos.
Yo hago un esfuerzo visual, y leo, en un ángulo de la pizarra, pequeñísima, casi ilegible, la fecha del día: Lunes, 6-VII-36.
Siento un ligero vértigo.
¿Qué va a ocurrir dentro de unos días? ¿Qué sucederá cuando, transcurrido ese pequeño instante detenido, la vida siga, el tiempo corra? De momento, suspenso todo, mágico, los alumnos miran al fotógrafo invisible. Por doquier, expresiones serias, sonrientes, burlonas, aburridas.
Simón, el payaso, como siempre, sostiene horizontalmente una pluma entre el labio superior y la nariz.
Gutiérrez mira serio, cruzado de brazos, como un santito.
Gil alarga el cuello, allá abajo, con espanto de no salir en la foto.
Y Pujol, como siempre, sonríe de oreja a oreja. ¿Qué les ocurrirá a esos niños dentro de doce días?
Y vuelvo a leer, como una advertencia siniestra, el comienzo de la lección de Ciencias:
Todos los cuerpos son pesados.