Navidad, como una experiencia psicodélica colectiva

[E]s extraordinario que cada vez que se conmemora el supuesto nacimiento de un tipo que según dicen fue torturado y ejecutado por defender los derechos de los oprimidos, los vapuleados y los perdedores, la libertad individual y el amor por los demás, la igualdad entre las personas, el respeto y, en términos modernos, la empatía y la confianza, todo el mundo acuda raudo a gastarse la pasta en poner lucecitas de colores por todas partes y comer como si les fuese la vida, cantando canciones horrorosas, mientras sigue muriendo gente torturada por motivos parecidos y, lo que es peor, asesinada por casualidad sin tan solo ser líderes de nada. En masa. Tan subnormal como repartir por la ciudad reproducciones gigantes de pasta de sopa (Barcelona nunca deja de sorprenderse a sí misma) o hacer que en las calles suenen cancioncillas putrefactas donde se dice que los peces beben de lo contentos que están o que unos indeterminados pastorcillos simulan alimentar a aquel pobre hombre cuando nació (como si los higos o el queso fueran digeribles por un recién nacido). También hay una fijación de la cultura adulta en estas fechas sobre el hecho de que hay que engañar a los niños: que si cantándole a un artefacto te da caramelos, o si golpeas un tronco te da más o menos lo mismo (incluye caramelos de comer y otros más conceptuales, como cosas de plástico, etc), o bien que unos misteriosos monarcas en camello suben por la fachada de tu casa y te dejan regalos (como si los regalos no fueran más dignos cuando se sabe el emisor)… Todo esto, que parece un delirio y que nos llevaría a la conclusión de que estamos asistiendo a una sesión de terapia colectiva en un centro de salud mental o a una experiencia psicodélica colectiva, resulta que lo hacen millones de personas en el mundo, al mismo tiempo. Hace pensar que no vaya a ser que el mundo es un manicomio gigantesco o que el manicomio gigantesco no sea el mundo.

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