Cae en mis manos una vieja foto de la clase. La foto está tomada de modo que salga el profesor, al fondo, de pie sobre la tarima. Se ven, en primer término, los pupitres al revés, enseñando sus cajones llenos de papeles. Los niños, desde sus sitios, han vuelto las caras hacia atrás, mirando la máquina del fotógrafo; toda la clase es una sonrisa estática; la presencia del invisible fotógrafo, donde convergen sonrisas y miradas, es impresionante. Ahí están todos los alumnos; yo podría citar todavía el nombre de todos; Pujol, Calabuig, Milán, Sabater, Ayza, Revérter… En la pizarra, el alumno más aplicado, el que ocupa siempre el primer puesto, ha trazado el principio de la lección de Ciencias: «Todos los cuerpos son pesados». Aún puede verse su brazo en el aire, detenido un segundo, mientras vuelve su cara pegada al encerado en la misma dirección de todos.
Yo hago un esfuerzo visual, y leo, en un ángulo de la pizarra, pequeñísima, casi ilegible, la fecha del día: Lunes, 6-VII-36.
Siento un ligero vértigo.
¿Qué va a ocurrir dentro de unos días? ¿Qué sucederá cuando, transcurrido ese pequeño instante detenido, la vida siga, el tiempo corra? De momento, suspenso todo, mágico, los alumnos miran al fotógrafo invisible. Por doquier, expresiones serias, sonrientes, burlonas, aburridas.
Simón, el payaso, como siempre, sostiene horizontalmente una pluma entre el labio superior y la nariz.
Gutiérrez mira serio, cruzado de brazos, como un santito.
Gil alarga el cuello, allá abajo, con espanto de no salir en la foto.
Y Pujol, como siempre, sonríe de oreja a oreja. ¿Qué les ocurrirá a esos niños dentro de doce días?
Y vuelvo a leer, como una advertencia siniestra, el comienzo de la lección de Ciencias:
Todos los cuerpos son pesados.
Antonio Rabinad, El niño asombrado: una novela (1967).